ARTICULOS DE LA SAGRADA BIBLIA Y LA VIDA CRISTIANA

mercoledì 15 aprile 2009

Año del Apóstol San Pablo- ¡Por fin, en Roma! El sueño más acariciado




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69. ¡Por fin, en Roma! El sueño más acariciado

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano

El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

En las meditaciones de los lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.

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Dejamos ya Malta atrás. Ahora nos toca proseguir el viaje hasta Roma (Hch 28,11-23)
Por lo demás, no era difícil la salida. El centurión imperial contrató una nave alejandrina cargada de trigo y en ella hizo subir a todos los prisioneros que le habían encomendado.

Era el mes de Febrero, y con viento favorable el barco enfiló la proa hacia Sicilia. Al cabo de dos días atracaban en Pozzuoli, o Puttéoli, el puerto de Nápoles sobre la isla de Capri.

¡Qué emociones! Al principio de la primavera, después del espacio forzoso del invierno en que no desembarcaba ningún barco, las primeras naves que llegaban eran recibidas por una verdadera multitud, que daba la bienvenida a pasajeros anunciados, al trigo que llegaba para la población, y - aunque sea doloroso decirlo -, con el cargamento de fieras de África y de criminales comunes o guerrilleros destinados a las diversiones del circo.

Pronto supo la comunidad cristiana que en la embarcación venía el conocidísimo Pablo.
Vienen a buscar a Pablo hasta el puerto, y el centurión Julio, totalmente a favor de Pablo, no tiene inconveniente en dejarlo con los suyos:

- Quédate con ellos estos días hasta que marchemos a Roma.

Aunque, al darle el permiso, era obligación del centurión encargarle a un soldado que lo tuviera sujeto a la cadena; pero esto para Pablo no era inconveniente mayor.

Los hermanos, apenas visto Pablo, mandaron por la posta una carta a los hermanos de Roma comunicándoles la fausta noticia. Como el viaje ya no se hizo por mar, sino por tierra vía Apia arriba, al llegar la caravana a Tres Tabernas y al Foro Apio, unos treinta kilómetros al sur de la Urbe, ya estaba allí la comisión venida de la Iglesia romana para recibir a Pablo.

Es inexplicable la emoción de este encuentro. Besos, abrazos, lágrimas, y gritar nombres uno tras otro:

- ¡Áquila, Priscila!..., ¡Ampliato! ¡Epéneto!... ¡María, Julia!... ¡Alejandro y Rufo, los dichosos hijos de Simón de Cirene que ayudó al Señor a llevar la cruz!...

Iban saliendo los nombres y presentaciones de tantos como Pablo había mencionado en su carta a los Romanos.

¡Y ahora estaban todos aquí!

Con los ojos arrasados en lágrimas, y con los brazos extendidos al cielo en acción de gracias, como nos dice Lucas, exclamando jubilosos:

- ¡Cómo te esperan todos en Roma, Pablo!...

El centurión Julio observaba todo, y se preguntaba:
-¿Pero, ¿quién es este Pablo?...

Había que seguir adelante. Un día más…, los montes Albanos…, ¡y Roma a la vista!

Ya en la Capital del Imperio, el centurión Julio se dirige directamente, como primerísima obligación suya, hacia Castro Pretorio donde tiene su sede la Policía Imperial, y entrega los presos al prefecto del campamento.

Pero a Pablo lo lleva directamente al Jefe supremo, Afranio Burro, hombre honrado, íntegro, que junto con el filósofo Séneca habían sido los instructores del Emperador Nerón, aunque tanto Séneca como Burro serían matados después por Nerón, loco y desagradecido.

El “elogium” - o documento del Procurador Festo que debía entregar el centurión , había desparecido en el naufragio con todo lo demás del barco. Pero el centurión tenía a su favor el ser un militar conspicuo de la “cohorte augusta”, y se aceptó sin más su testimonio sobre el naufragio y la condición y la conducta ejemplarísima de Pablo.

Por eso Burro determinó sin más:
-¡Custodia libre!…

Esto resultaba formidable para Pablo. Nada de cárcel. Hasta celebrarse el juicio, el detenido podía alquilar casa propia, en la que recibía a quien quisiera llegar.

La “custodia libre” exigía únicamente que el preso debía tener consigo un soldado responsable de su seguridad, el cual lo tenía siempre a la vista. La cadena colgaba de la pared. Pero si el preso salía de casa, llevaba sujeta la cadena por una punta al brazo derecho, y la otra atada a la muñeca izquierda del soldado guardián.

Pablo y los hermanos se apresuraron a alquilar una casa, probablemente no lejos del Pretorio, lo cual traía una gran ventaja para su custodia y por la misma libertad del detenido.

O tal vez la escogieron en la parte izquierda del río Tíber que atraviesa la ciudad, en la calle llamada hoy San Pablo a la Régola, cerca de la actual Sinagoga judía.

Pedro, si es que estaba en Roma por estos días, se hallaba casi seguro en la otra parte del Tíber, dentro de un barrio pobre lleno de judíos, por la ladera y a las plantas del Janículum.

Pablo, una vez instalado en su casa, no perdió para nada el tiempo. A los tres días ya tenía en ella a los principales de los judíos, a los que había convocado. Este encuentro primero se desarrolló con gran cortesía. Pablo comenzó con delicadeza:

Hermanos, yo no hice nada contra nuestro pueblo o las costumbres de nuestros padres; pero los de Jerusalén me entregaron a los romanos, los cuales, al examinarme, me declararon libre al no hallar en mí ningún delito. Pero al oponerse los judíos, me vi obligado a apelar al Emperador, aunque no quiero acusar para nada a nuestra nación. Por esto les he llamado a ustedes, para verlos y hablarles. Sólo por la esperanza de Israel me encuentro encadenado.

A semejante finura de lenguaje, los judíos respondieron en igual tono:

- Nosotros no hemos recibido de Judea cartas ni ningún hermano nos ha traído noticias contra ti. Con todo, nos gustaría escuchar lo que piensas, porque estamos informados de que por todas partes se habla de esa secta.

Muy cortés y muy diplomático este modo de hablar. Con la cortesía de este primer encuentro, se pudieron poner de acuerdo y señalaron fecha para la próxima e importante visita, que se va a celebrar dentro de pocos días.

Nosotros también vamos a asistir a ella. El amor que tenemos a Pablo y el interés que nos inspira el pueblo elegido nos hacen esperar impacientes. Lucas, como siempre, el cronista fiel, nos va a poner al tanto de todo.

Acabada esa visita, ya no saldremos de Roma sino esporádicamente para acompañar a Pablo en algún viaje rápido. En adelante, sólo en Roma quedarán fijos nuestra mente y nuestro corazón de cristianos.



70. Procesado y absuelto. Apóstol entre las cadenas


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- ¡Pablo, nosotros no sabemos nada de eso que dices!...

Esto es lo que dijeron los principales de los judíos en la entrevista de saludo a Pablo llegado a Roma (Hch 28, 23-30)Naturalmente, que nadie les podría creer. Pero, delicados y corteses, no iban a empezar peleando, aunque tampoco tuvieran ganas de ello. Asistamos también nosotros a esta primera reunión.

Es lo más probable que los judíos ya estuvieran enterados, por cartas llegadas desde Jerusalén, de quién era Pablo, aunque los de Roma no tuvieran nada personal contra él. Era mucho más difícil de creer eso de que no tuvieran noticia de Jesús, y no sólo alguna que otra noticia vaga, sino bien concreta.

¿Por qué? El emperador Claudio había expulsado de Roma a los judíos y hubieron de marchar bastantes, cristianos y no cristianaos, por las peleas tan graves que se suscitaron por causa de “Cresto”, como lo llama un historiador pagano, es decir, por Jesús, proclamado por los nuevos convertidos como el “Cristo” que esperaba Israel.

En el día convenido por Pablo y los dirigentes judíos, nos dice Lucas, acudieron muchos a la cita en el alojamiento de Pablo, y no por simple curiosidad, sino por verdadero interés.

- A ver, Pablo, ¿qué nos dices de Jesús?... Si es el Cristo esperado, ¿cuál es la suerte nuestra?... Tú escribiste a los tuyos de Roma una carta -pues sabemos algo de ella-, en la que expresas tu opinión sobre nuestro pueblo. ¿Podríamos hablar claramente sobre todo esto?...

- Para esto los he llamado. La esperanza de Israel está colmada en Jesús. Miren la Ley de Moisés y a todos los profetas. Yo no tengo que inventarme nada.

Los judíos, que se sabían la Biblia de memoria, comprobaban todo con las Escrituras y, ahora venía la discusión entre ellos:

Unos:
-Pablo tiene razón. La cosa está bien clara.

Y otros:
-Pero, ¿cómo un maldito que pende del madero puede ser el Mesías? Esto está en contradicción con la Escritura. Jesús no puede ser el Cristo.

Pablo insiste:
- ¿Cómo es entonces que Dios resucitó a Jesús? La resurrección indicaba que Dios aceptaba el sacrificio de la cruz. Y eso de que el Crucificado resucitó está atestiguado por muchos testigos, los Doce, además de muchos a los que se les apareció juntos, pues eran más de quinientos, muchos de los cuales viven todavía.

Algunos judíos más consienten:
-¡Claro! Ateniéndonos a la Ley, el testimonio de dos o más es válido…

Pablo se reafirma:
-¿Y vale algo mi testimonio? A mí se me apareció el Señor ante las puertas de Damasco -¡a mí, su perseguidor!-, el que encarcelaba a sus discípulos para que los llevaran a la muerte, en la que yo consentía como consentí en la de Esteban mientras lo mataban a pedradas...

Algunos judíos creyeron:
-Pablo merece crédito, y las Escrituras dan la razón a todo lo que dice.

Otros, se obstinaron en su negativa:
-¡No! No podemos aceptar a Jesús como el Cristo. ¡Un crucificado! ¡Un maldito colgado en el madero!... Este Pablo además… Este Pablo que no quiere ni la circuncisión ni la Ley de Moisés…

Así todo el día, nos dice Lucas, “desde la mañana hasta el atardecer”.

¡Dichosos y benditos los que creyeron!... ¿Y los otros? Hubieron de oír a Pablo:
- Sepan entonces que esta salvación de Dios, destinada primero a ustedes, que la rechazan, va a ser desde ahora anunciada a los paganos y ellos la escucharán.

Aquí acaba Lucas su libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito lo más probable en los años 63 ó 64. ¡Lástima que no siga un poco más! Porque se contenta con esta nota final, bellísima, es cierto:

“Pablo vivió dos años enteros por sus propios medios. Recibía a todos los que acudían a él, proclamando el Reino de Dios, y enseñaba con toda libertad y sin estorbo lo concerniente al Señor Jesucristo”.
Lo que sabemos de estos dos años es por las cartas de Pablo escritas en la prisión.

Pablo seguía detenido. Pero, ¿resultaba perdido este tiempo? ¡Oh, no! Pocas veces había trabajado Pablo con más eficacia que durante el tiempo de su prisión en Roma.
Lucas nos ha dicho que “enseñaba con toda libertad y sin estorbo”.

No trabajaba como tejedor de lonas para ganarse la vida, pero le proveyeron los hermanos de Roma y de las Iglesias de Macedonia y de Asia, que le enviaban recursos, cosa que hicieron los de Filipos de manera especial.

Eran ininterrumpidas las visitas que recibía en su casa. Escribió cartas preciosas, hondas de doctrina y de ardiente amor a Jesucristo, que siguen hoy nutriendo nuestra fe y nuestra piedad cristiana.

El nombre de Jesús era cada vez más conocido entre soldados y jefes del Pretorio. El mismo palacio imperial en el Palatino contaba con cristianos fervientes.
La fe de la Iglesia romana se afianzó mucho con la presencia de Pablo. Crecían las comunidades de Roma, con algunos judíos convertidos, pero sobre todo con paganos que abrazaban con ilusión grande la fe del Señor Jesús.

¿Cuándo le llegó a Pablo la libertad?

Para el proceso, aunque no viniera de Cesarea copia auténtica del “dictamen”, en este caso fue suficiente el testimonio del centurión Julio. Además, se requería que los acusadores judíos de Jerusalén se presentaran en Roma, para lo que tenían un plazo de año y medio, según un decreto emitido por el Emperador Nerón. Pasado ese tiempo, el juicio se anulaba.

Pero los acusadores, por lo visto, no se presentaron, pues sabían de antemano que no había nada que hacer. ¿Qué les importaban en Roma las cuestiones sobre Moisés y el Templo, si no había crimen alguno contra Roma ni contra el Emperador, como atestiguaba el Procurador de Cesarea?...

Por lo mismo, terminado, o anulado el proceso ante el tribunal del Emperador, Pablo fue declarado “no culpable” y “absuelto”. Era a principios del año 63. ¡Por fin, libre del todo!

Preso, ha escrito varias cartas magníficas.
Ahora, a realizar los planes exteriorizados en sus cartas e insinuados por Lucas en los Hechos. Durante cuatro años más vamos a seguir -aunque metidos en densa niebla-, la vida Pablo, que se consumará con un glorioso martirio.




71. La carta a los Filipenses. Corazón de punta a punta

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Nos resulta imposible olvidarnos de la Iglesia de Filipos, la primera de Europa que acogió el Evangelio, la más entrañada en el corazón de Pablo, al cual le gritó de noche aquel desconocido: ¡Pasa a Macedonia, y ven a ayudarnos!...

Recordamos muy bien cómo fue su fundación.

¡Qué acogida la que tuvieron los misioneros a la vera del río!
¡Qué escena la de Pablo y Silas metidos en la cárcel!
¡Qué recuerdo tan agradecido el de aquellos cristianos!
¡Qué simpática tozudez la de Lidia, la negociante de telas de púrpura: Se han de hospedar en mi casa quieran que no quieran!... Esa Lidia que por lo visto era el alma de todos estos socorros a Pablo.
En fin, una Iglesia modelo y llena de encantos.

Y ahora, ¡qué carta la que Pablo dirige a los buenos filipenses!

Nos gustaría saber con exactitud cuándo la escribió Pablo. Ciertamente, cuando se hallaba preso, y lo más probable que fue durante la cautividad de Roma, a donde los queridos filipenses, enterados del paradero de Pablo, le envían socorros:

¡No pases tantos apuros!
¡No trabajes en Roma con tus tejidos de lonas!
¡En las manos de Epafrodito, mira los corazones de todos nosotros!
¡Toma esto para que pagues el alquiler de la casa!
¡Dedícate a evangelizar sin estorbos!...

Pablo se conmueve, y hace estampar con plumas de oca en los papiros la carta más afectuosa que tenemos del Apóstol. Pero no lo hizo de momento. Los filipenses habían enviado su ayuda a Pablo apenas supieron que estaba preso en Roma, y lo hicieron por medio de Epafrodito, el cual cayó enfermo de gravedad al llegar y estuvo a punto de morir.

Pablo cuidó de él con enorme cariño, y, restablecido en su salud, lo devolvió a Filipos con esta carta en la mano. Era hacia el final de la prisión romana, quizá poco antes, como pudo ser algo después de que Pablo escribiera a los de Éfeso y Colosas.

Con la ayuda generosa de los de Filipos y con lo que le van trayendo los fieles de Roma, Pablo puede dedicarse a evangelizar como no lo ha hecho nunca y con éxito redondo:

“Pues el arresto y la prisión han contribuido mucho a la difusión del Evangelio, de tal manera que se ha hecho público entre todo el personal del Pretorio del César, y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo”

¿Y se han acobardado los compañeros porque Pablo esté preso en su propia casa? ¡No, todo lo contrario! Pues sigue escribiendo gozoso:

“Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, predican con más valentía la palabra” (1,12-14)

Esta carta acabará dando ánimos como ninguna otra:

“Estén alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres” (4,4)Pablo es el primero en estar contento por demás.

¿A qué se debe su alegría?... A que la Iglesia de Filipos se mantenía muy bien en su fidelidad al Señor. La carta lo demuestra desde el principio hasta el fin.

Por lo visto, habían llegado también a Filipos los judaizantes de siempre, emperrados en que todos los bautizados venidos del paganismo recibieran también la circuncisión. Como los de Filipos no les hicieron caso, a Pablo esta vez no le preocuparon nada, y se contenta con decirles:

“Los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto en el Espíritu a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús sin poner nuestra confianza en la carne” (3,2-3)

Las noticias contra la caridad y la unión estrecha entre toda la comunidad eran para Pablo muy importantes. Y ante algo que le ha comunicado Epafrodito, reacciona con cariño y con firmeza:

¿Qué ocurre por ahí? Evodia y Síntique, mis queridas hermanas, ¿qué es eso de que discuten mucho y que no se entienden?... No debe ser así entre dos cristianas. ¡Por favor, tengan las dos un mismo sentir en el Señor! (4,2)

Pablo acababa de escribir para todos:

“Si algo puede una exhortación en nombre de Cristo, si algo vale el consuelo afectuoso, o la comunión en el Espíritu, o la ternura del cariño, les pido que hagan perfecta mi alegría permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo espíritu, un mismo sentir”.

Repite palabras y expresiones que significan todas igual: ¡amor! ¡cariño! ¡unión!”… Hasta que aterriza en la palabra que Pablo quiere:

¡Tengan todos los mismos sentimientos que Cristo Jesús! (2,1-5)

Y esto lleva a Pablo a entonar un himno cristológico sin igual. ¿Le salió espontáneamente ahora? ¿Lo cantaban ya las comunidades? Nos es igual. Pablo nos lo dicta como totalmente suyo, ¡y hay que ver cómo lo seguimos repitiendo nosotros!

“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
“Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, ¡y una muerte de cruz!
“Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (2,6-11)

¿Qué decimos?... Lo mejor: callar, meditar, orar, amar, entusiasmarse ante el Jesús que Dios nos dio y que llevamos en nuestro corazón…

Esta carta no es doctrinal. Pero un himno como éste la convierte en la lección más grande, profunda y enardecedora sobre la Persona adorable de Jesús:


Sí, Jesucristo es Dios;

Sí, Jesucristo es hombre;

Sí, Jesucristo es Señor, el Rey de la gloria, al que están sujetos los ángeles del Cielo, los hombres de la tierra, los demonios del infierno.

Ante este Jesús, no es extraño que Pablo diga a los de Filipos:

Mi vivir es Cristo, y el morir me resultaría una enorme ganancia, pues me llevaría a estar con Cristo para siempre (1,21-23)

¿Lo que yo era en el judaísmo?:

Aquello que era para mí una ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Más aún: juzgo todas las cosas, y las tengo por pura basura a fin de ganar a Cristo y ser hallado en él (3,7-9)

¿Para qué seguir? Cuando queremos pasar ratos deliciosos con Pablo, leemos esta carta de punta a punta, y no nos equivocamos. Porque nos dice y nos hace sentir que “somos ciudadanos del cielo”, ya que en la billetera o en el bolso llevamos la cédula o el carnet de la Patria celestial…




72. ¿Nuestra mística? ¡Jesucristo! Invariable en Pablo

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El Papa Pío XII cayó gravemente enfermo el año 1954. Todo el mundo estaba pendiente de la última noticia. Contra todo pronóstico, curó y se supo la causa. ¿Un milagro?... Probablemente. A un Cardenal, y algún otro de los que le asistían, les dijo confidencialmente el enfermo casi moribundo: “¡He visto al Señor!”. Se coló la noticia por algún imprudente, pero todo el mundo quedó edificadísimo, aunque nada extrañado, porque Pío XII era un gigante de la santidad. El caso es que, visto el Señor en aparición personal, el Papa pudo seguir cuatro años más asombrando al mundo con su saber y su virtud excepcional.

¿A qué viene el comenzar hoy con este recuerdo? ¿Puede darnos envidia, aunque sea envidia santa, un hecho semejante?
¿Nos gustaría ver al Señor?... No nos hace ninguna falta. Además, aunque se vea al Señor que se aparece, no es capaz de verlo y distinguirlo sino quien ya lo lleva dentro por la fe y el amor.

Para lo que hoy queremos decir, arrancamos de las palabras de Pablo cuando nos dice:
“Mi vivir es Cristo”. O de estas otras:
“Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Y si nos parece poco, acudimos a otras igual de bellas y profundas:

“Cristo habita por la fe en sus corazones”. “Cristo está en ustedes”. “Porque están muertos y su vida está escondida con Cristo en Dios, pues Cristo es su vida” (Flp 1,21. Gal 2,20. Ef 3,17. Ro 8,10. Col 3,3-4)

¡Vaya lujo de expresiones, a cual más sublime, con que Pablo nos habla de la mística cristiana!... Todas ellas se reducen a una misma y única verdad:

-¡Cristo es mi vida! ¡Yo vivo sólo y exclusivamente por Cristo! ¡Cristo y yo no somos más que UNO! ¡Y no me busquen a mí, porque no me encontrarán, pues en mi lugar darán con Cristo y con nadie más!...

Nadie diga que esto son exageraciones. Al revés: son maneras pobres de hablar ante la realidad de lo que nos quiere decir Pablo, pues él mismo es incapaz de expresarse como querría hacerlo.

Empecemos por lo de los Filipenses: “Mi vivir es Cristo”. Si lo analizamos, habremos de traducirlo así:

- Mi pensar, mi sentir, mi querer, mi trabajar, mi respirar, mi comer, mi dormir, mi descansar, mi actuar desde la mañana hasta la noche, es Cristo y sólo Cristo, porque no tengo más que una vida, que es la de Cristo Jesús.

Y sigue diciendo Pablo:

-El morir va a ser para mí la enorme ganancia, pues al no tener otra vida que la de Cristo, con Cristo y metido en Él voy a estar siempre en su misma dicha y gloria…

No menos atrevida es la expresión a los Gálatas:

“Vivo yo; pero ya no soy yo quien vive, pues es Cristo quien vive en mí”.
Pablo se refería al Pablo judío y fariseo, esclavo de la Ley de Moisés y ufano de la trasnochada circuncisión. Todo aquello quedó atrás después de su bautismo.
Ahora, ya no vivía en Pablo más que Cristo.
El Pablo anterior al bautismo había desaparecido para siempre.

Sólo que Pablo no se queda en esta realidad. Avanza mucho más, y, con el “yo” que emplea ahora, mira al “yo” de todo cristiano, al “yo” universal de todo bautizado. Por eso añade:

“Esta vida de ahora la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo a la muerte por mí”.

Al decir Pablo “esta vida de ahora”, se refiere a la vida natural, la física sobre la tierra, la de este tiempo, la de cada día. Y con ello nos traza un programa de grandeza sin igual:

- Fe, fe inmensa en Jesucristo. Fe que lleva a hacer todo por Jesucristo y con Jesucristo.

Con el bautismo, el cristiano se ha entregado del todo a Cristo, a quien cree y confiesa como Hijo verdadero de Dios.
Y su fe no es una fe muerta. Es una fe tan generosa que quiere corresponder a la donación que Cristo hizo por él.

El cristiano se dice, con la pregunta comprometedora de Ignacio de Loyola:

-¿Así me amó Cristo, hasta entregarse a la muerte de cruz por mí?... Entonces, ¿qué he hecho yo por Cristo? ¿qué hago yo por Cristo? ¿qué he de hacer yo por Cristo?...

La generosidad para con Cristo va a ser una característica del cristiano, que se dice asombrado delante de Cristo clavado en la cruz:
-¡Todo esto por mí, todo esto por mí!...

Un paso más, y analizamos lo de Efesios:
“Cristo habita por la fe en sus corazones, para que arraigados en el amor, puedan comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento”.

Aquí nos perdemos. A ese Cristo no lo vemos allá arriba en las alturas, sino que lo llevamos dentro, invadiendo lo más profundo de nuestro ser, hecho una cosa con el bautizado.

Para alcanzar este conocimiento de Cristo no bastan ni valen estudios académicos.
Es el Espíritu Santo solo quien da a conocer el misterio insondable que se encierra en el alma del bautizado.
Aquella niñita de Primera Comunión, con la mano en su pechito, lo expresaba mejor que un doctor de universidad:
-A Jesús lo tengo aquí, ¡y lo quiero tanto, tanto, tanto!…

En Cristo Jesús se da un amor inimaginable a Dios su Padre en el Espíritu Santo, y un amor inimaginable también a todos los hombres sus hermanos.
El amor inmenso de Cristo abarca límites imposibles de medir, dice Pablo a los efesios.

¿Más alto que el amor del Cristo? Nada.
¿Más profundo que el amor de Cristo? Nada.
¿Más ancho que el amor de Cristo? Nada.
¿Más largo que el amor de Cristo? Nada…

Quien llega a conocer este amor de Cristo y a corresponder a tanto amor ha llegado a la perfección más grande a que puede aspirar un cristiano.
Teresa de Lisieux -Teresa del Niño Jesús- lo expresaba con el rostro encendido:

-Quiero amar a Jesús con locura, como no lo ha amado nunca nadie...

Hoy se habla mucho de la “mística”. Todas las ideologías del mundo se basan en una mística más o menos valedera.
Entendemos por mística una ideología, una ilusión, algo que arrastra impetuosamente a arrostrarlo todo, hasta lo más arriesgado, hasta la vida, a fin de alcanzar un ideal.

Pero, por clases de mística que se den en el mundo, no ha habido mística comparable con la que suscita Jesucristo, por el que tantos hombres y tantas mujeres se han abrazado con toda clase de heroísmos.
¿Qué tiene de especial Jesucristo?... Todos los sabemos muy bien.




73. El amor fraterno. Insistencia continua


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La carta de Pablo a los Filipenses -encantadora de principio a fin-, tiene un párrafo sobre el amor como encontraremos pocos en toda la Biblia del Nuevo Testamento.

Pablo está preso en Roma. Y a pesar de sus cadenas, puede escribir como en años atrás a los de Corinto: “Sobreabundo de gozo en medio de todas mis tribulaciones” (2Co 7,4) Lo demuestra palpablemente esta carta a los de Filipos.

Sin embargo, algo le falta a Pablo para que su alegría sea total, y es el estar seguro de que sus queridos filipenses se aman ardientemente unos a otros. Y así, les escribe:

“Si me pueden dar algún consuelo en Cristo, si algún refrigerio de amor, si alguna comunicación del Espíritu, si alguna ternura y misericordia, colmen mi alegría” (Flp 2,1)

Leída esta introducción, pudieron prensar los lectores de la carta cuando la recibieron:

- ¿A dónde irá Pablo con estas palabras? ¿Qué nos querrá pedir? Acabamos de enviarle dinero para que se alivie. ¿Qué más necesitará, y que no se atreve a decirlo?

Se les aclara el misterio cuando siguen leyendo:

“Quieren de veras colmar mi alegría? Pues, cólmenla teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. No busquen el propio interés, sino el de los demás” (2,2-4)

Los filipenses pudieron exclamar:

- ¡Al fin se descuelga Pablo, y vemos adónde va! A lo de siempre, a que nos amemos los unos a los otros. Por algo nos ha dicho unas líneas antes:

“Le pido a Dios en mis oraciones que ese amor que ya se tienen crezca cada vez más en conocimiento y en toda experiencia”, siendo cada vez más efectivo (1,9)

Los lectores habían escuchado al principio cómo Pablo les amaba a ellos entrañablemente, pues les decía:

“Testigo me es Dios de cuánto los quiero a todos ustedes, con afecto entrañable en Cristo Jesús” (1,8)

Sin embargo, a Pablo le faltaba decir algo más:
- No me tomen a mí como el mejor modelo, pues hay alguien que me gana con mucho. ¿Quieren amarse entre ustedes tan entrañablemente como los amo yo? Piensen en el Señor Jesús. Y para eso les digo: “Tengan en ustedes los mismos sentimientos que Cristo” (2,5)

Era la última palabra que Pablo podía decir sobre el amor. Amar con el mismo amor de Cristo, y con los mismos sentimientos con que Cristo ama a todos, es fundamentar el amor en un terreno inamovible.

Aunque Pablo tampoco se inventaba nada nuevo, pues mucho antes que él lo había dicho el mismo Jesús en aquella sobremesa inolvidable:
“Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12) En el amor y los sentimientos de Cristo está la norma suprema del amor cristiano.

Cuando escribió Pablo todo esto a los de Filipos, hacía varios años ya que había escrito aquel himno insuperable a la caridad del capítulo trece en la primera a los de Corinto. Esto nos hace ver que el amor entre los hermanos es no sólo importante en el cristianismo, sino que toca la misma esencia de nuestra fe.

Quien ama, es cristiano.
Quien no ama, de cristiano verdadero no tiene nada.

A lo largo de todas sus cartas -de todas sin excepción-, Pablo va sembrando semillas que hacen germinar el amor en todas las Iglesias. Unas veces se mete en doctrina profunda, como la del Cuerpo Místico de Cristo.

Otras veces baja a detalles concretos de la vida, al parecer mínimos, pero que hacen de la caridad algo vivo -“existencial”, que decimos hoy-, de modo que nadie pueda llevarse a ilusiones tontas. Al considerar esos detalles, uno se llega a decir lo del refrán: “Realmente, que obras son amores, y no buenas razones”.

Entre los principios doctrinales del amor fraterno señalados por Pablo, cabe citar como primero la paternidad de Dios.
-¿Es Dios nuestro Padre? ¿Es Padre de todos?

Indudable, pues escribe Pablo:
“No tenemos más que un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos” (Ef 4,6)

Con Padre semejante, es inconcebible que sus hijos, hermanos todos, no se tengan amor, pues destrozarían el corazón del Padre y sería imposible formar la familia de Dios. Luego todos nos tenemos que amar.

Jesucristo, por otra parte, ha formado con todos los bautizados su Cuerpo Místico. Cristo es la Cabeza, y todos los cristianos sus miembros, hasta poder escribir Pablo:
“Todos los bautizados en Cristo, ustedes, ya no son sino uno en Cristo Jesús”, “pues todos somos miembros los unos de los otros” (Gal 3,27-28. Ef 4,25)

Siendo el Espíritu Santo el alma del Cuerpo Místico, al amarnos colaboramos con el Espíritu a la formación de todo el Cuerpo; si dejáramos de amarnos, destruiríamos la obra del Espíritu.

En lógica rigurosa, mirando a Padre, a Jesucristo, y al Espíritu Santo, quien no ama a un hermano deja de amar a Cristo, y deja de amarse a sí mismo.
Sin amor fraterno, por riguroso que parezca, no puede haber ni salvación.
Por el contrario, quien ama está y estará siempre en el seno y en el corazón de Dios.

Pablo no se cansa de cantar bellezas incomparables del amor:

“¡Dios mismo les ha enseñado a amarse mutuamente!”, dice a los de Tesalónica (1ª,4,9)
“¡Caminen siempre en el amor, igual que Cristo nos ha amado a todos!”, encarga a los de Éfeso (5,2)
“¡Vivan el amor, que es fruto del Espíritu!” (Gal 5, 22)

“¡Ámense hondamente los unos a los otros!”, les insiste a los de Roma. “Con ello habrán cumplido toda la ley” (12,10; 13.8)

Aunque lo mayor del amor nos lo dijo Pablo de aquella manera inolvidable al acabar el sin igual capítulo trece de los Corintios:

Todo pasará. Lo único que durará eternamente es el amor. El amor es lo más grande de todo.




76. A los de Colosas. Jesucristo sobre todo


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¿Quiénes eran los colosenses?

Pablo dirigió una carta magnífica a esos cristianos a los que nunca había visitado.
Sabemos que Pablo, mientras evangelizaba Éfeso, extendió su radio de acción a las ciudades cercanas, enviando a ellas a sus colaboradores más preparados; y entre todos, trabajando así en equipo, fundaron aquellas iglesias que hicieron del Asia Menor un campo feraz de cristianismo. Entre esas ciudades iba a ser Colosas una de las más significativas.

La ciudad de Colosas había sido en otro tiempo una población grande, y ahora, venida a menos, estaba compuesta de griegos, de judíos y de una gran colonia de indígenas frigios. Toda su riqueza le venía de la industria derivada de la cría de ovejas, con sus numerosos y nutridos rebaños. Ciudad medio campesina medio griega, era con todo muy dada a filosofar y teologizar.

Para saber cómo eran los colosenses y lo bien que se conservaban, basta leer estas palabras del saludo de Pablo:

“Damos gracias sin cesar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por ustedes en nuestras oraciones, al tener noticia de su fe en Cristo Jesús y de la caridad que tienen con todos los santos”.

¿A qué venía, pues, esta carta, muy cordial, pero que era un toque de alarma?
¿Y por qué la escribió Pablo, o la hizo escribir por uno de sus colaboradores bajo su propia inspección?

Epafras fue a visitar a Pablo en su prisión de Roma llevándole noticias sobre la situación de la Iglesia en Colosas. Se habían introducido doctrinas erróneas sobre los ángeles y potestades celestes, como dominadores del mundo e intermediarios de Dios.

Estas ideas eran debidas a unas corrientes de pensamiento griegas sobre misterios extraños, mezcladas además con otras apocalípticas judías, y que comprometían la supremacía de Cristo. Aquellos grecojudíos vendedores de novedades iban proclamando:

-¡Sí! Cristo Jesús es uno más de esos ángeles mediadores, pero no es ni él solo ni el más importante. Es uno de tantos espíritus que vagan por los aires, que nos ayudan o nos perdiguen, uno de esos tronos, dominaciones y potestades, los seres superiores de la creación.

¡Bueno estaba Pablo para consentir semejante error!... ¿Alguien superior a Cristo? ¿Cristo uno de tantos? ¡Eso sí que no!... Y Pablo enseña ahora:

¡Todo lo que existe está sometido a Cristo!
¡Jesucristo lo llena todo, porque Él es la “plenitud” de todo el mundo! ¡No existe nada que no sea de Cristo y para Cristo!

Todo esto lo expone Pablo en un párrafo que es de lo más grandioso que contiene la Biblia sobre Jesucristo. Parece un himno de gran orquesta:

“Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz.
“Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
“Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles.
“Todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
“Él es también cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
“Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo.
“Porque en él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz” (1,15-20)

Con este himno tan colosal quedaba zanjada toda la cuestión que preocupaba a los de Colosas:

Jesucristo es lo primero;
Jesucristo es lo supremo;
Jesucristo es principio y fin de todo;
Jesucristo es el centro en el que todo converge y todo se apoya;
Jesucristo es el único que tiene la salvación;
Jesucristo es no sólo Cabeza de la Iglesia, sino la plenitud de todas las cosas creadas.
Ni la Iglesia ni el Universo se entienden si no se arranca de Jesucristo y si no se coloca a Jesucristo en el centro de todo.

Ahora bien, si esto es Jesucristo sobre todo para nosotros, miembros de su cuerpo, ¿qué relación hemos de tener con Jesucristo ya en este mundo, aunque Él esté en el Cielo?

Nos lo dice Pablo con otro párrafo también formidable:

“Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Aspiren a las cosas de arriba, no a las de la tierra.
“Porque han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, que es su vida, entonces aparecerán también ustedes gloriosos con él” (3,1-4)

Pablo discurre sobre esto, y saca las consecuencias debidas. En el orden nuevo establecido por Dios en Cristo, desaparecen las divisiones enojosas que vive la sociedad:

¿los de un color u otro de la piel?...
¿los de una fe u otra, mientras sean sinceros en su conciencia?...
¿los cultos o los analfabetos?...
¿los ricos o los pobres?...
¿los empresarios o los trabajadores?...

Eso era antes en la era del pecado. Ahora, todo ha quedado rehecho y unificado en Cristo Jesús.

Dicen que modernamente tiene mucha aplicación esto de Pablo para los que vienen con asuntos de la Nueva Era, la “New Age” o cosas parecidas. Todo lo que sea salirse de Jesucristo como principio, centro y fin de la Iglesia y del Universo, es una equivocación total.

Por eso Pablo, queriendo centrar toda nuestra vida en Jesucristo, da después consejos de vida cristiana que son de lo más precioso y estimulante.

“Procedan de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios”. “En Cristo reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y ustedes alcanzan toda la plenitud en él”.

“Cristo es todo en todos”.

“La palabra de Cristo abunde en ustedes en toda su riqueza”.

“Todo cuanto hagan, de palabra o de obra, háganlo todo en el nombre del Señor Jesús”.

¡Qué belleza la de esta carta de Pablo a los de Colosas!

Jesucristo llenándolo todo.
Jesucristo nuestro supremo ideal.
Y nuestra vida, escondida con Jesucristo en Dios…

Esto, ya ahora. ¿Qué será esa vida cuando quede al descubierto sin velo alguno, y transformada plenamente en gloria?...



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Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf

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