ARTICULOS DE LA SAGRADA BIBLIA Y LA VIDA CRISTIANA

sabato 28 febbraio 2009

Cuaresma es tiempo de arrepentimiento

Cuaresma es tiempo de arrepentimiento

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sanchez LC


La cuaresma es tiempo de arrepentimiento. Quizá a nosotros la llamada al arrepentimiento que es la Cuaresma, podría parecernos un poco extraña, un poco particular, porque podríamos pensar: ¿de qué tengo yo que arrepentirme?. Arrepentirse significa tener conciencia del propio pecado. La conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma, tener conciencia de que algo he hecho mal, y podría ser que en nuestras vidas hubiéramos dejado un poco de lado la conciencia de lo que es fallar. Fallar no solamente uno mismo o a alguien a quien queremos, también la conciencia de lo que es fallarme a mí.

Pudiera ser también que en nuestra vida hubiéramos perdido el sentido de lo que significa encontrarnos con Dios, y quizá por eso tenemos problemas para entender verdaderamente lo que es el pecado, porque tenemos problemas para entender quién es Dios. Solamente cuando tenemos un auténtico concepto de Dios, también podemos empezar a tener un auténtico concepto de lo que es el pecado, de lo que es el mal.

La cuaresma es todo un camino de cuarenta días hasta la Pascua, y en este camino, la Iglesia nos va a estar recordando constantemente la necesidad de purificarnos, la necesidad de limpiar nuestro corazón, la necesidad de quitar de nuestro corazón todo aquello que lo aparte de Dios N. S. La Cuaresma es un período que nos va a obligar a cuestionarnos para saber si en nuestro corazón hay algo que nos está apartando de Dios Nuestro Señor. Esto podría ser un problema muy serio para nosotros, porque es como quien tiene una enfermedad y no sabe que la tiene. Es malo tener una enfermedad, pero es peor no saber que la tenemos, sobre todo cuando puede ser curada, sobre todo cuando esta enfermedad puede ser quitada del alma.

Qué tremendo problema es estar conviviendo con una dificultad en el corazón y tenerla perfectamente tapada para no verla. Es una inquietud que sin embargo la Iglesia nos invita a considerar y lo hace a través de la Cuaresma. Durante estos cuarenta días, cuando leemos el Evangelio de cada día o cuando vayamos a Misa los domingos, nos daremos cuenta de cómo la Biblia está constantemente insistiendo sobre este tema: “Purificar el corazón, examinar el alma, acercarse a Dios, estar más pegado a Él. Todo esto, en el fondo, es darse cuenta de quién es Dios y quién somos nosotros.

Por otro lado, el hecho de que el sacerdote nos ponga la ceniza, no es simplemente una especie de rito mágico para empezar la Cuaresma. La ceniza tiene un sentido: significa una vida que ya no existe, una vida muerta. También tiene un sentido penitencial, quizá en nuestra época mucho menos, pero en la antigüedad, cuando se quería indicar que alguien estaba haciendo penitencia, se cubría de ceniza para indicar una mayor tristeza, una mayor precariedad en la propia forma de existir.

Preguntémonos, si hay en nuestra alma algo que nos aparte de Dios. ¿Qué es lo que no nos permite estar cerca de Dios y que todavía no descubrimos? ¿Qué es lo que hay en nosotros que nos impide darnos totalmente a Dios Nuestro Señor, no solamente como una especie de interés purificatorio personal, sino sobre todo por la tremenda repercusión que nuestra cercanía a Dios tiene en todos los que nos rodean?. Solamente cuando nos damos cuenta de lo que significa estar cerca de Dios, empezaremos a pensar lo que significa estar cerca de Dios para los que están con nosotros, para los que viven con nosotros. ¿Cómo queremos hacer felices a los que más cerca tenemos si no nos acercamos a la fuente de al felicidad? ¿Cómo queremos hacer felices a aquellos que están más cerca de nuestro corazón si no los traemos y los ayudamos a encontrarse con lo que es la auténtica felicidad?.

Qué difícil es beber donde no hay agua, qué difícil es ver donde no hay luz. Si a mí, Dios me da la posibilidad de tener agua y tener luz, ¿solamente yo voy a beber? ¿Solamente yo voy a disfrutar de la luz?. Sería un tremendo egoísmo de mi parte. Por eso en este camino de Cuaresma vamos a empezar a preguntarnos: ¿Qué es lo que Dios quiere de mí? ¿Qué es lo qué Dios exige de mí? ¿Qué es lo que Dios quiere darme? ¿Cómo me quiere amar Dios?, para que en este camino nos convirtamos, para aquellas personas que nos rodean, en fuente de luz y también puedan llegar a encontrarse con Dios Nuestro Señor.

Ojalá que hagamos de esta Cuaresma una especie de viaje a nuestro corazón para irnos encontrando con nosotros mismos, para irnos descubriendo nosotros mismos, para ir depositando esa ceniza espiritual sobre nuestro corazón de manera que con ella vayamos nosotros cubriéndonos interiormente y podamos ver qué es lo que nos aparta de Dios.

La ceniza que nos habla de la caducidad, que nos habla de que todo se acaba, nos enseña a dar valor auténtico a las cosas. Cuando uno empieza a carecer de algunas cosas, empieza a valorar lo que son los amigos, lo que es la familia, lo que significa la cercanía de alguien que nos quiere. Así también tenemos que hacer nosotros, vamos a ir en ese viaje a nuestro corazón para que, valorando lo que tenemos dentro, nos demos cuenta de cuanto podemos dar a los que están con nosotros.

Este es el sentido de ponerse ceniza sobre nuestras cabezas: el inicio de un preguntarnos, a través de toda la Cuaresma, qué es lo que quiere Dios para nosotros; el inicio de un preguntarnos qué es lo que el Señor nos va a pedir y sobre todo, lo más importante, qué es lo que nosotros vamos a podré dar a los demás. De esta manera, vamos a encontrarnos verdaderamente con lo más maravilloso que una persona puede encontrar en su interior: la capacidad de darse.

Recorramos así el camino de nuestra Cuaresma, en nuestro ambiente, en nuestra familia, en nuestra sociedad, en nuestro trabajo, en nuestras conversaciones. Buscar el interior para que en todo momento podamos encontrarnos en el corazón, no con nosotros mismos, porque sería una especie de egoísmo personal, sino con Nuestro Padre Dios; con Aquél que nos ama en el corazón, en lo más intimo, en lo más profundo de nosotros.

Que el bajar al corazón en esta Cuaresma sea el inicio de un camino que todos nosotros hagamos, no solamente en este tiempo, sino todos los días de nuestra vida para irnos encontrando cada día con el Único que da explicación a todo. Que la Eucaristía sea para nosotros ayuda, fortaleza, luz, consuelo porque posiblemente cuando entremos en nuestro corazón, vamos a encontrar cosas que no nos gusten y podríamos desanimarnos. Hay que recordar que no estamos solos. Que no vamos solos en este viaje al corazón sino que Dios viene con nosotros. Más aún, Dios se ofrece por nosotros, en la Eucaristía, para nuestra salvación, para manifestarnos su amor y para darse en su Cuerpo y en su Sangre por todos nosotros.


Preguntas o comentarios al autor P. Cipriano Sánchez LC


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Dejar que Cristo entre en el corazón

Dejar que Cristo entre en el corazón

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC


El tema del corazón contrito, de la conversión del corazón es el tema que debería de recorrer nuestra Cuaresma. Es el tema que debería recorrer toda nuestra preparación para la Pascua. La liturgia nos insiste que son importantes las formas externas, pero más importantes son los contenidos del corazón. La Iglesia nos pide en este tiempo de Cuaresma, que tengamos una serie de formas externas que manifiesten al mundo lo que hay en nuestro corazón, y nos pide que el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo hagamos ayuno, y que todos los viernes de Cuaresma sacrifiquemos el comer carne. Pero esta forma externa no puede ir sola, necesita para tener valor, ir acompañada con un corazón también pleno.

El profeta Isaías veía con mucha claridad: “¿es lo que Yo busco: que inclines tu cabeza como un junco, que te acuestes en fango y ceniza?” Dios Nuestro Señor lo que busca en cada uno de nosotros es la conversión interna, que cuando se realiza, se manifiesta en obras, que cuando se lleva a cabo, tiene que brillar hacia fuera; pero no es solamente lo externo. De qué poco serviría haber manchado nuestras cabezas de ceniza, si nuestro corazón no está también volviéndose ante Dios Nuestro Señor. De qué poco nos serviría que no tomásemos carne en todos los viernes de Cuaresma, si nuestro corazón está cerrado a Dios Nuestro Señor.

La dimensión interior, que el profeta reclama, Nuestro Señor la toma y la pone en una dimensión sumamente hermosa, cuando le preguntan: ¿Por qué ustedes no ayunan y sin embargo los discípulos de Juan y nosotros si ayunamos? Y Jesús responde usando una parábola: “¿Pueden los amigos del esposo ayunar mientras está el esposo con ellos?” Jesús lo que hace es ponerse a sí mismo como el esposo. En el fondo retoma el tema bíblico tan importante de Dios como esposo de Israel, el que espera el don total de Israel hacia Él.

Esta condición interior, el esfuerzo por que el pueblo de Israel penetre desde las formalidades externas a la dimensión interna, es lo que Nuestro Señor busca. El ayuno que Él busca es el del corazón, la conversión que Él busca es la del corazón y siempre que nos enfrentemos a esta dimensión de la conversión del corazón nos estamos enfrentando a algo muchas veces no se ve tan fácilmente; a algo que muchas veces no se puede medir, pero a algo que no podemos prescindir en nuestra vida. ¿Quién puede palpar el amor de un esposo a su esposa? ¿Quién puede medir el amor de un esposo a su esposa? ¿Cómo se palpa, cómo se mide? ¿Solamente por las formas externas? No. Hay una dimensión interior en el amor esponsal del cual Jesucristo se pone a sí mismo como el modelo. Hay una dimensión que no se puede tocar, pero que es también imprescindible en nuestra conversión del corazón. Tenemos que ser capaces de encontrar esa dimensión interior, una dimensión que nos lleva profundamente a descubrir si nuestra voluntad está o no entregada, ofrecida, dada como la esposa al esposo, como el esposo a la esposa, a Dios, Nuestro Señor.

La conversión no es simplemente obras de penitencia. La conversión es el cambio del corazón, es hacer que mi corazón, que hasta el momento pensaba, amaba, optaba, se decidía por unos valores, unos principios, unos criterios, empiece a optar y decidirse como primer principio, como primer criterio, por el esposo del alma que es Jesucristo.

Sólo cuando llega el corazón a tocar la dimensión interior se realiza, como dice el profeta, que “Tu luz surgirá como la aurora y cicatrizarán de prisa tus heridas, se abrirá camino la justicia y la gloria del Señor cerrará tu mancha”. Entonces, casi como quien ve el sol, casi como quien no es capaz de distinguir la fuente de luz que la origina, así será en nosotros la caridad, la humildad, la entrega, la conversión, la fidelidad y tantas y tantas cosas, porque van a brotar de un corazón que auténticamente se ha vuelto, se ha dirigido y mira al Señor.

Este es el corazón contrito, esto es lo que busca el Señor que cada uno de nosotros en esta Cuaresma, que seamos capaces en nuestro interior, en lo más profundo, de llegar a abrirnos a Dios, a ofrecernos a Dios, de no permitir que haya todavía cuartos cerrados, cuartos sellados a los cuales el Señor no puede entrar, porque es visita y no esposo, porque es huésped y no esposo. El esposo entra a todas partes. La esposa en la casa entra a todas partes. Solamente al huésped, a la visita se le impide entrar en ciertas recámaras, en ciertos lugares.

Esta es la conversión del corazón: dejar que realmente Él llegue a entrar en todos los lugares de nuestro corazón. Convertirse a Dios es volverse a Dios y descubrirlo como Él es. Convertirse a Dios es descubrir a Dios como esposo de la vida, como Aquél que se me da totalmente en infinito amor y como Aquél al cual yo tengo que darme totalmente también en amor total.

¿Es esto lo que hay en nuestro corazón al inicio de esta Cuaresma? ¿O quizá nuestra Cuaresma está todavía encerrada en formulismos, en estructuras que son necesarias, pero que por sí solas no valen nada? ¿O quizá nuestra Cuaresma está todavía encerrada en criterios que acaban entreteniendo al alma? Al huésped se le puede tener contento simplemente con traerle un café y unas galletas, pero al esposo o a la esposa no se le puede contentar simplemente con una formalidad. Al esposo o la esposa hay que darle el corazón.

Que la Eucaristía en nuestra alma sea la luz que examina, que escruta, que ve todos y cada uno de los rincones de nuestra alma, para que, junto con el esposo sea capaz de descubrir dónde todavía mi entrega es de huésped y no de esposo.

Pidamos esta gracia a Jesucristo para que nuestra Cuaresma sea una Cuaresma de encuentro, de cercanía de profundidad en la conversión de nuestro corazón.



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La conversión del corazón

La conversión del corazón

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC


Reflexionar es una conversión que no debe ser solamente una conversión exterior, sino que debe ir sobre todo hacia la conversión del corazón. La conversión del corazón que viene a ser el núcleo de toda la Cuaresma, es vista por la Escritura, como un momento de elección por parte del hombre que debe dirigir a Alguien. La pregunta es: ¿A quién dirigimos el corazón? ¿Hacia quién me estoy dirigiendo yo? En este período en el cual la Iglesia nos invita a reflexionar más profundamente tenemos que preguntarnos: ¿Hacia dónde voy yo?

En la primera lectura Dios pone delante del pueblo de Israel el bien y el mal, diciéndole que puede elegir, decir a quién quiere servir, qué quiere hacer de su vida. Tú también vas a decidir si quieres vivir tu vida amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, o vas a tener un corazón que se resiste. Es en lo profundo de nuestra intimidad donde acabamos descubriendo hacia quién estamos orientando nuestra vida.

La Escritura nos habla por un lado de un corazón que se resiste a Dios y por otro lado de un corazón que se adhiere a Dios. Mi corazón se resiste a Dios cuando no quiero ver su gracia, cuando no quiero ver su obra en mi vida, cuando no quiero ver su camino sobre mi existencia. Mi corazón se adhiere a Dios, cuando en medio de mil inquietudes, vicisitudes, en medio de mil circunstancias yo voy siendo capaz de descubrir, de encontrar, de amar, de ponerme de delante de Él y decirle: “aquí estoy, cuenta conmigo”.

Jesús en el Evangelio nos presenta esta elección, entre resistencia del corazón y la adhesión del corazón como una adhesión por Él o contra Él: “El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue su cruz cada día y se venga conmigo.” Una conversión que no es solamente el cambiar el comportamiento; una conversión que no es simplemente el tener una doctrina diferente; una conversión que no es buscarse a sí mismo, sino seguir a Jesucristo. Esta es la auténtica conversión del corazón.

Jesús pone como polo opuesto, como manifestación de la resistencia del corazón el querer ganar todo el mundo. ¿Qué prefieres tú? ¿Cuál es la opción de tu vida, cuál es el camino por el cual tu vida se orienta, ganar todo el mundo si no te ganas a ti mismo?, pero si has perdido a base de la resistencia de tu corazón lo más importante que eres tú mismo, ¿cómo te puedes encontrar?. Solamente te vas a encontrar adhiriéndote a Dios.

Deberíamos entrar en nuestra alma y ver que estamos ganando o qué estamos perdiendo, a qué nos estamos resistiendo y a quién nos estamos adhiriendo. Este es el doble juego que tenemos que hacer y no lo podemos evitar. Nuestra alma, de una forma u otra, se va a orientar hacia adherirse a Dios, automáticamente está construyendo en su interior la resistencia a Dios. El alma que no busca ganarse a sí misma dándose a Dios, está automáticamente perdiéndose a sí misma.

Son dos caminos. A nosotros nos toca elegir: “Dichoso el hombre que confía en el Señor, éste será dichoso; en cambio los malvados serán como paja barrida por el viento. El Señor protege el camino del justo y al malo sus caminos acaban por perderlo”: ¿Qué camino llevo en este inicio de Cuaresma? ¿Es un camino de seguimiento? Me dice Nuestro Señor: ¿Eres de los que quieren estar conmigo, de los que quieren adherirse a Mí? ¿O eres de los que se resisten?




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El comienzo de la Cuaresma

El comienzo de la Cuaresma

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC

Miércoles de Ceniza



Hoy empezamos la Cuaresma a través de la imposición de las cenizas, un símbolo que es muy conocido para todos. La ceniza no es un símbolo de muerte que indica que ya no hay vida ni posibilidad de que la haya. Nosotros la vamos a imponer sobre nuestras cabezas pero no con un sentido negativo u oscuro de la vida, pues el cristiano debe ver su vida positivamente. La ceniza se convierte para nosotros al mismo tiempo en un motivo de esperanza y superación. La Cuaresma es un camino, y las cenizas sobre nuestras cabezas son el inicio de ese camino. El momento en el cual cada uno de nosotros empieza a entrar en su corazón y comienza a caminar hacia la Pascua, el encuentro pleno con Cristo.

Jesucristo nos habla en el Evangelio de algunas actitudes que podemos tener ante la vida y ante las cosas que hacemos. Cristo nos habla de cómo, cuando oramos, hacemos limosna, hacemos el bien o ayudamos a los demás, podríamos estar buscándonos a nosotros mismos, cuando lo que tendríamos que hacer es no buscarnos a nosotros mismos ni buscar lo que los hombres digan, sino entrar en nuestro interior: “Y allá tu Padre que ve en lo secreto te recompensará.”

Es Dios en nuestro corazón quien nos va a recompensar; no son los hombres, ni sus juicios, ni sus opiniones, ni lo que puedan o dejen de pensar respecto a nosotros; es Nuestro Padre que ve en lo secreto quien nos va a recompensar. Que difícil es esto para nosotros que vivimos en una sociedad en la cual la apariencia es lo que cuenta y la fama es lo que vale.
Cristo, cuando nosotros nos imponemos la ceniza en la cabeza nos dice: “Tengan cuidado de no practicar sus obras de piedad delante de los hombres; de lo contrario no tendrán recompensa con su Padre Celestial”. ¿Qué recompensa busco yo en la vida?

La Cuaresma es una pregunta que entra en nuestro corazón para cuestionarnos precisamente esto: ¿Estoy buscando a Dios, buscando la gloria humana, estoy buscando la comprensión de los demás? ¿A quién estoy buscando?

La señal de penitencia que es la ceniza en la cabeza, se convierte para nosotros en una pregunta: ¿A quién estamos buscando? Una pregunta que tenemos que atrevernos a hacer en este camino que son los días de preparación para la Pascua; la ceniza cae sobre nuestras cabezas, pero ¿cae sobre nuestro corazón?

Esta pregunta se convierte en un impulso, en un dinamismo, en un empuje para que nuestra vida se atreva a encontrarse a sí misma y empiece a dar valor a lo que vale, dar peso a lo que tiene.

Este es el tiempo, el momento de la salvación, nos decía San Pablo. Hoy empieza un período que termina en la Pascua: La Cuaresma, el día de salvación, el día en el cual nosotros vamos a buscar dentro de nuestro corazón y a preguntarnos ¿a quién estamos buscando? Y la ceniza nos dice: quita todo y quédate con lo que vale, con lo fundamental; quédate con lo único que llena la vida de sentido. Tu Padre que ve en lo secreto, sólo Él te va a recompensar.

La Cuaresma es un camino que todo hombre y toda mujer tenemos que recorrer, no lo podemos eludir y de una forma u otra lo tenemos que caminar. Tenemos que aprender a entrar en nuestro corazón, purificarlo y cuestionarnos sobre a quién estamos buscando.

Este es le sentido de la ceniza en la cabeza; no es un rito mágico, una costumbre o una tradición. ¿De qué nos serviría manchar nuestra frente de negro si nuestro corazón no se preguntara si realmente a quien estamos buscando es a Dios? Si busco a Dios, esta Cuaresma es el momento para caminar, para buscarlo, para encontrarlo y purificar nuestro corazón.

El camino de Cuaresma va a ser purificar el corazón, quitar de él todo lo que nos aparta de Dios, todo aquello que nos hace más incomprensivos con los demás, quitar todos nuestros miedos y todas las raíces que nos impiden apegarnos a Dios y que nos hacen apegarnos a nosotros mismos. ¿Estamos dispuestos a purificar y cuestionar nuestro corazón? ¿Estamos dispuestos a encontrarnos con Nuestro Padre en nuestro interior?

Este es el significado del rito que vamos hacer dentro de unos momentos: purificar el corazón, dar valor a lo que vale y entrar dentro de nosotros mismos. Si así lo hacemos, entonces la Cuaresma que empezaremos hoy de una forma solemne, tan solemne como es el hecho de que hoy guardamos ayuno y abstinencia (para que el hambre física nos recuerde la importancia del hambre de Dios), se convertirá verdaderamente en un camino hacia Dios.

Este ha de ser el dinamismo que nos haga caminar durante la Cuaresma: hacer de las mortificaciones propias de la Cuaresma como son lo ayunos, las vigilias y demás sacrificios que podamos hacer, un recuerdo de lo que tiene que tener la persona humana, no es simplemente un hambre física sino el hambre de Dios en nuestros corazones, la sed de la vida de Dios que tiene que haber en nuestra alma, la búsqueda de Dios que tiene haber en cada instante de nuestra alma.

Que éste sea el fin de nuestro camino: tener hambre de Dios, buscarlo en lo profundo de nosotros mismos con gran sencillez. Y que al mismo tiempo, esa búsqueda y esa interiorización, se conviertan en una purificación de nuestra vida, de nuestro criterio y de nuestros comportamientos así como en un sano cuestionamiento de nuestra existencia. Permitamos que la Cuaresma entre en nuestra vida, que la ceniza llegue a nuestro corazón y que la penitencia transforme nuestras almas en almas auténticamente dispuestas a encontrarse con el Señor.



Preguntas o comentarios al autor P. Cipriano Sánchez LC



Miércoles de Ceniza La Cuaresma comienza con el Miércoles de Ceniza y es un tiempo de oración, penitencia y ayuno.

Imposición de la ceniza Significado y sugerencias para recibirla.






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Catholic.net

En la temida Jerusalén. Lo que tenía que suceder…

65. En la temida Jerusalén. Lo que tenía que suceder…

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano

El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

En las meditaciones de los lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.

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Por fin, Pablo llegó a Jerusalén. Desecho. Con negros presentimientos. Y las cosas se le presentaron duras de verdad. Empezando por el recibimiento que le hicieron los hermanos, entusiasta el de unos, muy frío el de otros. (Hch 21,17-40; 22,1-23)

Los helenistas, los cristianos judíos venidos de la diáspora, se llenaron de alegría:
-¡Bienvenido, Pablo! Sabemos cuántas cosas ha hecho Dios por ti, y cuántos paganos han entrado en la Iglesia creyendo en el Señor Jesús. ¡Pablo, Dios te bendiga!…

A la par que estos cristianos helenistas, estaba la Iglesia de Jerusalén formada por cristianos judíos que no acababan de rendirse. Recibieron a Pablo fríamente y con formas muy diplomáticas, ya que no podían hacerle la guerra abiertamente, porque los apóstoles habían dicho su palabra definitiva en el Concilio de hacía diez años.

Reunidos los más notables de entre estos judeocristianos en casa de Santiago, Pablo les exponía punto por punto lo que había sido la evangelización entre los gentiles, cómo había crecido la Iglesia con tanto pagano convertido, y cómo se derramaba sobre ellos la gracia y los dones del Espíritu Santo.

Los oyentes no se entusiasmaban. La gran colecta que Pablo y sus compañeros traían era como para taparles la boca. Con ella podían comprobar la caridad y el amor de los cristianos venidos del paganismo para con los hermanos judíos pobres de Jerusalén. Pero no les conmovió gran cosa.


Y le contestaron como una réplica:

“Ya ves, hermano, cuántos miles y miles de entre los judíos han abrazado la fe, y todos son fervientes partidarios de la Ley.
“Pero han oído decir de ti que enseñas a todos los judíos que viven entre los gentiles que se aparten de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni observen las tradiciones. “¿Qué hacer, pues? Porque va a reunirse la muchedumbre al enterarse de tu venida”.

Será todo lo doloroso que queramos, pero así nos lo dice Lucas, testigo presencial.
Santiago, el apóstol tan judío, pero fiel a la doctrina del Concilio, quiso poner paz entre todos. Y bajo su dirección, aconsejaron a Pablo:

- Para que no puedan decir nada contra ti tantos hermanos fieles a la Ley y que aún siguen con la circuncisión, únete a los cuatro hermanos que han hecho un voto y ya se han rapado la cabeza; entra con ellos en el Templo, y todos verán que tú también eres un fiel cumplidor de la Ley.

El consejo no estaba mal, y Pablo aceptó. Sólo que, en vez de salir bien las cosas, se enredó todo de mala manera.
Unos judíos llegados de Asia por la fiesta de Pentecostés, reconocieron a Pablo en los atrios del Templo con los cuatro del voto, y empezaron a gritar furiosos a toda la multitud:

- ¡Auxilio, hombres de Israel! Este es el hombre que va enseñando a todos por todas partes contra el pueblo, contra la Ley y contra este Lugar bendito. Y hasta se ha atrevido a introducir a unos griegos en el Templo, profanando este lugar Santo.

Mentían, desde luego. Pero la ocasión era magnífica, y se dijeron:

- ¡Ahora este Pablo las va a pagar todas juntas!...

Se armó un griterío infernal.

Atestados los atrios del Templo con muchos habitantes de Jerusalén y con tantos peregrinos, todos se echaron sobre Pablo, lo arrastraron fuera del Templo, cerraron las puertas para que no pudiera volver.
Ya se disponían a matarlo igual que habían hecho hacía veinticinco años con Esteban.
Aunque Pablo se salvó de milagro, debido a la fuerza romana.

Durante las fiestas, las autoridades romanas distribuían a los soldados por la ciudad, especialmente en los alrededores del Templo. En este momento, un soldado subió rápido las escaleras de la Torre para dar el aviso:

-¡Tribuno! Toda Jerusalén está revuelta.

Y el tribuno, sin perder un momento, bajó con varios centuriones y fuerte grupo de soldados, se llegó hasta Pablo, lo mandó atar con cadenas, y preguntó para informarse:

-¿Quién es éste? ¿De quién se trata?...

Lucas lo dice bien:

- Pero no sacó nada en claro, porque “entre la gente unos gritaban una cosa, otros otra”.

Al fin, y para que la chusma no linche a Pablo, manda que lleven al detenido a la cárcel. Al llegar a las escaleras de la Torre Antonia, tiene que ser agarrado Pablo por los soldados y subido en hombros, mientras la multitud seguía vociferando:

-¡Mátalo! ¡Que lo maten!...

Pablo no pierde la serenidad, y ya en las escaleras entre los soldados, pide al tribuno:

-¿Me permites decirte una palabra?

- ¿Cómo? ¿Es que tú sabes el griego? ¿No eres tú el egipcio que días pasados armó aquella revuelta con cuatro mil terroristas, y que tuvo que huir al desierto después de haber perdido cuatrocientos muertos y doscientos capturados?

Pablo habla con una gran tranquilidad:

- No, yo no soy ningún guerrillero. “Yo soy un judío, de Tarso de Cilicia, una ciudad importante”. ¿Me permite hablar al pueblo?

El tribuno se da cuenta de que Pablo no es un cualquiera, y se lo autoriza. Las escaleras de la Torre Antonia eran un buen púlpito, y Pablo empezó a hablar:

- Hermanos y padres, escuchen la defensa que hago ante ustedes. Se hace un silencio sepulcral cuando todos sienten que les habla en arameo:

- Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la Ley de nuestros padres.

Con estas palabras pareciera que Pablo desarmaba al auditorio, entre el que se oye decir:

- ¿Cómo podemos ir contra un judío semejante?... Este Pablo, un discípulo nada menos que de Gamaliel… Este Pablo, un doctor de la Ley... Este Pablo, hasta un perseguidor de los cristianos, esa secta maldita…

Piensan así, porque Pablo les aseguraba:

- Yo perseguía a muerte a los seguidores de Jesús, encadenando y arrojando a la cárcel a hombres y mujeres, como puede atestiguarlo el sumo sacerdote y el consejo de ancianos.

Pablo pasó a narrar la aparición del Señor ante las puertas de Damasco, y todos escuchaban en medio de un silencio impresionante, hasta que llegó a las palabras tan comprometedoras:

- El Señor me dijo: Y ahora, ¿qué esperas? Marcha, porque quiero enviarte lejos, a los gentiles.

Aquí volvió a reanudarse el griterío infernal:

- ¡Quiten a ése de ahí, pues no merece vivir! ¡Que muera ese judío renegado!...

Cualquiera diría que estamos narrando una novela. Y no, estamos con la historia más verídica que nos narran los Hechos de los Apóstoles.

Nos falta acabar la aventura de Jerusalén, para ir después hasta Cesarea, donde Pablo va a pasar preso los dos años que vienen, y donde nosotros le vamos a acompañar con nuestra admiración, pasmados de su fortaleza y de su amor a Jesucristo.


Puedes encontrar todas las reflexiones anteriores de San Pablo en esta dirección.
Y en www.evangelicemos.net


Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf










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lunedì 23 febbraio 2009

Una hostia con Cristo. Esto es la vida del cristiano

Una Eucaristía en el viaje. Toda la noche en vela

64. Una Eucaristía en el viaje. Toda la noche en vela

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misioneo Claretiano

El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

En las meditaciones de los lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.


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No hemos olvidado nuestra meditación anterior, aquella velada durante toda la noche en una casa grande y espaciosa de Tróade, cuando Pablo resucitó al muchacho Eutiques que se había estrellado contra el pavimento.

Los cristianos habían cambiado ya el descanso y la guarda religiosa del sábado por el primer día de la semana, el que va a ser ya en los siglos por venir el Domingo, el Día del Señor.

Con la relación de aquella cena adivinamos todo lo que era la celebración de las primeras misas cristianas. Todos escuchando la Palabra. Los apóstoles o presbíteros hablando de cosas del Señor. Y alargando la conversación sin cansarse…

No lo hemos olvidado, pero se nos quedó pendiente el hablar precisamente de aquella celebración de la Eucaristía durante el viaje de Pablo desde Éfeso hasta Jerusalén.
Es lo que vamos a hacer ahora. ¿Cómo fue aquella Eucaristía? ¿Cómo celebraban la Eucaristía los primeros cristianos? ¿Tenemos algún documento que nos lo atestigüe?...

Por fortuna, contamos con un librito precioso, la Didajé, un escrito del tiempo de los Apóstoles que no está en la Biblia, y que es anterior a varios libros del Nuevo Testamento. Ese documento impagable nos guía en todo lo que hoy podemos decir, como ayuda a lo que nos dicen los Hechos de los Apóstoles (20,7-12) y el mismo San Pablo (1Co 11, 17-27)

La reunión cristiana constaba de dos momentos:

El primero, un banquete fraterno, el ágape, con una comida en común que estrechaba los lazos del amor y de la amistad, acompañado todo con cantos y plegarias.

El segundo momento era propiamente “La Cena del Señor”.

Con todo, los dos actos constituían una sola celebración.

Para el banquete, y prescindiendo todavía de la Fracción del Pan, se seguía una costumbre judía, practicada por el mismo Jesús. Ante el pan que se había de comer, ante el vino y todos los alimentos, se hacía una plegaria de acción de gracias y otra al final después de haberlo comido todo.
Esa plegaria de acción de gracias se llamaba “eucaristía” con palabra griega, y de ahí ha venido el quedar el rito sagrado con la palabra Eucaristía.

Pues bien, en aquel banquete fraterno, se traía el pan, se partía, y se colocaba en la mesa juntamente con la copa de vino en frente de quien presidía la celebración.
En aquella noche de Tróade lo pusieron todo delante de Pablo. La reunión se tuvo en la sala superior de la casa, profusamente iluminada, vivo trasunto del Cenáculo de Jerusalén en la última cena del Señor. Todos reunidos, se oró, se cantó, se escuchó largamente la palabra de Pablo, que no se cansaba al hablar del Señor Jesús.

Y vino el momento solemne de hacerse presente el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Pero, ¿qué se hacía antes de la consagración del pan y del vino? Lo primero de todo, pedir en la comunidad perdón de los pecados.

La Didajé nos lo dice así:

“Reúnanse cada día del Señor, rompan el pan y den gracias, después de haber confesado sus pecados, a fin de que su sacrificio sea puro…. Que nadie coma y beba de vuestra eucaristía, sino los bautizados en el nombre del Señor. Pues acerca de ello dijo el Señor: no den lo santo a los perros… Por eso, ¡todo el que es santo, que venga! ¡El que no lo es, que se convierta!”.

Como vemos, la Iglesia ha seguido hasta nuestros días la misma práctica: comenzamos la Santa Misa pidiendo el perdón de nuestras culpas con el cato penitencial. A la Comunión hay que acercarse con conciencia pura.

Pablo, aquella noche, había de repetir los gestos del Señor en la Ultima Cena. Pero antes estaba la oración que nos ha conservado la Didajé sobre el vino y sobre el pan, con este orden precisamente:

“Primero sobre la copa: -Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de Jesús. A ti sea la gloria por todos los siglos. Amén-.

“Luego sobre el pan partido: -Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos amén-.

“Como este pan estaba disperso por los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente”.

Recitadas estas oraciones tan sentidas, tan bellas, tan profundas, Pablo, como siempre, pronunció sobre el pan y el vino las mismas palabras del Señor: “Esto es mi cuerpo… Este es el cáliz de mi sangre”. Y hecha la consagración, venía la acción de gracias con esta otra oración de la Didajé:

“Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en nuestros corazones… ¡A ti gloria en los siglos!...
“Acuérdate, oh Señor, de tu Iglesia para librarla de todo mal y perfeccionarla en tu amor; reúnela de los cuatro vientos, una vez santificada, en el reino tuyo que preparaste para ella. ¡Porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos!
¡Venga tu gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Maran atha! ¡Ven, Señor!”

Si se rezaba la oración del Señor, el Padre nuestro, se le añadía al final la doxología o alabanza que la Didajé nos ha conservado y que nosotros recitamos también en cada Misa:

“Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor”.
Nos emocionamos, sencillamente, al saber que repetimos las mismas palabras de aquellos primeros hermanos nuestros en la fe.

San Pablo nos mandó algo muy importante con estas palabras, escritas no mucho tiempo antes de esta Eucaristía de Tróade: “Cada vez que coman este pan y beban este cáliz, anuncien la muerte del Señor, hasta que venga” (1Co 11,26)
Si esto mandaba Pablo, esto hizo él también en esta noche, y exclamó:
-¡El Señor murió por nosotros! ¡El Señor que resucitó, y que un día ha de volver!...
Hoy seguimos diciendo lo mismo que aquellos cristianos de hace ya casi veinte siglos:
-Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

Con todo esto, vemos que la Iglesia, cuanto más avanza, más se apega al principio, a sus orígenes, a los Apóstoles, al mismo Señor Jesús.
El Señor lo mandó en la Última Cena: “Hagan esto como memorial mío”.
Los Apóstoles cumplían el mandato del Señor: “Hagan esto como memorial mío”.
Y nosotros no cambiamos nada.

Con esta página de los Hechos vemos confirmada siempre la verdad que se nos enseña hoy con ahínco: Donde está la Iglesia hay Eucaristía, y donde se celebra la Eucaristía allí hay Iglesia.

¡Bendita sea la presencia del Señor Jesús entre nosotros!...





Puedes encontrar todas las reflexiones anteriores de San Pablo en esta dirección.
Y en www.evangelicemos.net


Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf






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Catholic.net

El ayuno, don total de uno mismo a Dios


El ayuno, don total de uno mismo a Dios

Fuente: Catholic.net
Autor: SS Benedicto XVI




¡Queridos hermanos y hermanas!


Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor: la oración, el ayuno y la limosna, para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos" (Pregón pascual).

En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos ! dijo ! delante de nuestro Dios" (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.

En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.

La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).

En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).

La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima y enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La utilidad del ayuno, escribía: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura" (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.

Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. encíclica Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.

Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia - Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención".

Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. encíclica Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma.

Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en "tabernáculo viviente de Dios". Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2009







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No dejarse envenenar por el rencor

No dejarse envenenar por el rencor

Fuente: Catholic.net
Autor: SS Benedicto XVI



El Papa Benedicto XVI nos llama a la purificación, para no dejar que el alma quede envenenada por el rencor. A la necesidad de la purificación interior, como condición para vivir la comunión con Dios y con los hermanos:

A esto exhorta el Jueves Santo, a no dejar que el rencor hacia los demás se vuelva veneno del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos de corazón los unos a los otros, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder dirigirnos todos juntos hacia el banquete de Dios».

Día tras día estamos como recubiertos de suciedad multiforme, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una multiplicidad de falsedades se filtra continuamente en nuestro ser más íntimo.

Todo esto ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad ante la verdad o el bien. Si acogemos las palabras de Jesús con el corazón atento, éstas se revelan cómo verdadera limpieza, y purificación del alma.

Caridad y purificación son dos palabras que Jesucristo logró sintetizar con el gesto del lavatorio de los pies a sus discípulos.

Si acogemos las palabras de Jesús con el corazón atento, se convierten en auténticos lavatorios, purificaciones del alma, del hombre interior. A esto nos invita el Evangelio del lavatorio de los pies: a dejarnos siempre de nuevo lavar por esta agua pura, a ser capaces de la comunión con Dios y con los hermanos.

Pero del costado de Jesús, tras el golpe de la lanza del soldado, no sólo salió agua, sino también sangre. Jesús no sólo habló, no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la potencia sagrada de su sangre, es decir, con su entrega "hasta el final", hasta la Cruz.

Su palabra es algo más que simplemente hablar; es carne y sangre "por la vida del mundo". En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla nuevamente ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que seamos cada vez más penetrados por el baño sagrado de su amor y de este modo quedemos verdaderamente purificados.

Tenemos necesidad del "lavatorio de los pies", el lavatorio de los pecados de cada día, y por este motivo necesitamos confesar los pecados».

Tenemos que reconocer que también en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Tenemos necesidad de la confesión tal y como ha tomado forma en el sacramento de la reconciliación. En él, el Señor nos lava siempre de nuevo los pies sucios y nosotros podemos sentarnos a la mesa con Él.




En la misa en la Cena del Señor. 20 marzo 2008







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En la frente... una cruz de ceniza bendecida

En la frente... una cruz de ceniza bendecida

Fuente: Catholic.net
Autor: Ma esther De Ariño

Al comenzar la Cuaresma, tiempo penitencial para los católicos, vemos como infinidad de personas, quizá algunas que hace mucho tiempo no han acudido a la Iglesia, se forman en largas filas para que les marquen la frente con una cruz de ceniza bendecida.

Llegan, se forman en la fila, reciben la ceniza y se van... Personas buenas, almas cándidas quizá, que siguen una tradición que tienen carácter de ritual al que pudiera caber, en su entendimiento, algo mágico y que por nada del mundo dejarían pasar esta fecha sin llevar en su frente la huella de la ceniza.

Cosa buena es que esta tradición del Miércoles de Ceniza esté tan arraigada en el corazón de los fieles católicos.

Quizá todos los que estén en la fila sepan qué es lo que significa y que de ninguna manera es, ni obligación ni Sacramento.

Quizá todos vayan meditando -ya que de eso se trata- sobre el punto filosofal de que polvo somos y en polvo nos convertiremos.

Quizá todos deseemos empezar la Cuaresma con un acto de humildad y pidiendo perdón por nuestros pecados.

Tal vez, y esto esta muy bien, pero hay "algo" que no está bien.

Veamos: hemos entrado al Templo, estamos en la Iglesia, en la casa de Dios y no parecería posible entrar en esa casa y no saludar al Dueño, al Señor, al Dios Supremo Hacedor de todas las cosas, al Rey de Reyes, el Altísimo Señor, el Omnipotente que está en infinita humildad en el Sagrario en Cuerpo y Alma. Tan auténtico como cuando caminaba por las orillas del Jordán, tan real como cuando se sentó en el borde del pozo para pedirle agua a la samaritana, el mismo Dios, el mismo Cristo.

La puerta del Sagrario está cerrada, una luz roja parpadeante nos anuncia que está ahí el Señor, Dios nuestro.

Las personas están en la fila de la Ceniza... ¡ni una mirada, ni un saludo, ni una reverencia al Dios que está escondido en el Misterio de amor que es la Eucaristía!

¿Cómo es esto posible? ¿Será más importante llevar en la frente un signo de humildad que caer primero de rodillas ante el Sagrario y aunque no lo veamos con los ojos de la carne, decirle con los del alma: "Creo en Tí, Señor, y te amo", o simplemente con las palabras de Santo Tomás: "Señor mío y Dios mío" ?

Y ya que estamos en este tema diremos que ocurre lo mismo cuando algunas personas entran en la Iglesia y se van derechitas al Santo de su devoción. Se arrodillan, le piden quién sabe que cosa y se van. Tal vez no haya culpa, es falta de formación y de que no nos hayan dicho una y mil veces, hasta que nos cale, que al que tenemos que reverenciar y adorar es al Dios vivo que está presente con su Cuerpo, su Alma y su Divinidad en el Sagrario. Los grandes santos son intercesores de las gracias que pedimos ante Dios.

Tal vez también sea que creer en esto, es más difícil que creer en el poder del Santo. El culto a los Santos, - como nos dice en sus homilías Mons. George Chevort, no es obligatorio, sino facultativo." Pedirle a los Santos es como una etapa, como un escalón, no un término.

El objetivo de nuestra religión es la Santísima Trinidad que tiene derecho a nuestra adoración y de la cual proceden todos los bienes que necesitamos y el Mediador indispensable es Jesucristo, Hijo de Dios y hombre.

Glorifiquemos a Dios en sus Santos. Ahora bien, la primera de todos los Santos: no fuera de, sino en primer rango y un rango a parte, es la Bienaventurada Virgen María. La primera y aparte porque no solo es obra de Dios, sino que es la obra maestra de Dios. Es la Madre de Dios porque Ella difundió en el mundo la luz Eterna, Jesucristo Nuestro Señor.

¡Cuánta preparación y cuánta información sobre nuestra Fe nos hace falta para vivir y obrar como verdaderos cristianos!. Vivamos nuestra religión con orden y profundidad. Que seamos el ejemplo viviente para los que nos ven, que formándonos y estudiando podremos cumplir con los grandes misterios de nuestra religión tal y como nos lo enseña nuestra Santa Madre la Iglesia Católica y que imitando a los Santos entremos en esta Cuaresma con espíritu de oración y sacrificio.





Preguntas o comentarios al autor Ma. Esther de Ariño





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El Cristo de la tolerancia


El Cristo de la tolerancia

Fuente: Carholic.net
Autor: Máximo Alvarez

Probablemente no hay ningún Cristo que lleve este nombre, pero si hay un “Cristo de los faroles” o “de los gitanos”... con mayor razón se puede hablar del “Cristo de la tolerancia”. Veamos:
El 1995 fue el Año Internacional de la Tolerancia, mucho nos tememos que pasó sin pena ni gloria, aunque, a decir verdad, en mucha gente hay cada vez mayor predisposición para esta importante virtud.

Desgraciadamente, a lo largo de los siglos, las diversas religiones en general no sólo no la han promovido, sino todo lo contrario. El afán de “imponer”, como sea, a los demás las propias creencias ha dado origen a muchos odios y guerras. Y no han faltado cristianos afectados por esta lacra. Afortunadamente nada tiene que ver esta conducta con la manera de actuar de Jesucristo, ni con el pensamiento de la Iglesia claramente expresado en el Concilio. Precisamente Juan Pablo II en su carta ante el Tercer Milenio ha dicho: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad”.

Pero si bien es cierto que hubo épocas pasadas en las que se llegó a hechos extremos (como la Inquisición), hay que reconocer que en cierta manera en bastantes cristianos aun permanece vivo cierto espíritu inquisitorial. Curiosamente entre personas que se creen muy religiosas se puede dar una especie de afán de meterse en la vida de los demás, en juzgar a la ligera su modo de actuar, en condenar no a la hoguera, pero sí con ese fuego destructor que a veces es la lengua, como si ellos tuvieran el monopolio de la verdad. Por supuesto que también en las filas de los no religiosos se da esta misma actitud respecto de los creyentes.

Por eso nos viene muy bien el mirar a Jesús, que nunca trataba de imponer sus ideas. Invitaba a que le siguieran, pero nunca coaccionaba a nadie. Cuando terminaba de hablar solía decir: “el que tenga oídos para oír, que oiga”. Más bien Él fue víctima de la intolerancia de los sacerdotes, escribas y fariseos, a quienes criticaba por estar demasiado aferrados a la letra de la ley. Mientras éstos todo lo arreglaban con el cumplimiento estricto de las normas, Jesús dice que no ha sido creado el hombre para la ley, sino la ley para el hombre. Y así Jesús “violaba el sábado”, curando enfermos en días en que la ley lo prohibía; era criticado porque a veces no cumplían ni él ni sus discípulos las normas del ayuno; aunque respetaba el templo, lo relativizó (Para orar enciérrate en tu cuarto, adora a Dios en espíritu y en verdad); consideró injusta la ley que castigaba a la adúltera, daba más importancia al amor al prójimo que a ciertas leyes rituales ( Véase la parábola del Buen Samaritano). Cuando algunos de sus discípulos se celaban de que otros expulsaran demonios en su nombre, Él les reprendió. Otro tanto ocurrió cuando le pidieron que mandase fuego del cielo y consumiera a aquellos que no les quisieron recibir en una aldea de Samaría.

Todos sabemos que muchos de los amigos de Jesús, de las personas que le acompañaban, no se distinguían precisamente por su buena fama, llámense, Mateo, Zaqueo, Magdalena o la Samaritana... Jesús, en este sentido, pasaba ampliamente de los comentarios y cuchicheos de la gente. Era una persona verdaderamente libre. Por eso mismo era tolerante. O en todo caso, si alguna vez sacó el genio, fue precisamente con los intolerantes. Porque, eso sí, Jesús nunca renunció a sus firmes convicciones y a su lucha contra la mentira, la injusticia y el pecado, como tampoco nosotros debemos renunciar.

Digamos para terminar que aunque todo esto ya lo sabemos no está de más que refresquemos la memoria, pues en la práctica no pocas veces lo olvidamos, cayendo con frecuencia en la tentación de juzgar, de condenar, de querer imponer nuestros criterios... de distinguir “alegremente” entre buenos y malos (los malos los demás, los buenos nosotros), de creernos poseedores absolutos de la verdad, de no saber comprender al otro “y sus circunstancias” de entrometernos en ese recinto sacro que es la conciencia de los demás.

Santo Cristo de la Tolerancia, ruega por nosotros.




Comentarios al autor P. Máximo Alvarez.







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Catholic.net

Los apóstoles laicos. Pablo, animador y maestro

62. Los apóstoles laicos. Pablo, animador y maestro

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misiopnero Claretiano

El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

En las meditaciones de los lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.


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Recordemos una anécdota interesante:

Rodeado un día el Papa San Pío X con algunos Cardenales y colaboradores del Vaticano, les preguntó medio en broma medio en serio, como hablaba tantas veces él:

- ¿Qué creen ustedes que es lo más importante para la reforma de la Iglesia?... Y los interrogados, sabiendo las aficiones y preferencias del Papa, iban respondiendo:

- La enseñanza de la Doctrina…, la renovación litúrgica…, la devoción a la Eucaristía…
El Papa movía la cabeza negativamente a cada respuesta: -¡No!..., ¡No!...

Y al fin él, serio en medio de su buen humor:
- ¿Saben ustedes qué es lo más importante? Reunir en torno a cada párroco un grupo de seglares, que tomen responsabilidad de la Iglesia, que trabajen bajo la dirección de los Pastores, y pronto tendremos una Iglesia totalmente renovada.


¿Tenía razón aquel Papa tan providencial, San Pío X?...
Era cuestión de que la Iglesia dejase de considerarse tan clerical, a la vez de que los seglares o laicos tomaran conciencia de su responsabilidad de cristianos, los cuales tienen el derecho y el deber de trabajar por el Reino de Dios, por la Iglesia de Jesucristo, por la salvación de sus hermanos.

Todo ello, con los Pastores como dirigentes, pero también con la autonomía y libertad que les confiere su condición de laicos metidos en el corazón del mundo.

Llegó el Concilio, y, con su Decreto sobre el Apostolado de los Seglares, dio el espaldarazo a tantos laicos como hoy trabajan -vamos a usar palabras de San Pablo- como verdaderos apóstoles de las Iglesias y gloria de Jesucristo (2Co 8,23)

¿Ha inventado la Iglesia algo con esto del apostolado de los laicos?

¡No, ni mucho menos! La cosa viene desde al principio.

Si miramos los Hechos de los Apóstoles, y sobre todo las cartas de San Pablo, vemos que la actividad apostólica de los seglares es tan antigua como la misma Iglesia.

Comunidades eclesiales como Antioquía -y probablemente también la de Roma-, fueron fundadas por laicos, que llevaron desde Jerusalén la Buena Nueva del Señor Jesús.
Después, enterados los Apóstoles, mandaban sus delegados, o iban ellos mismos, para confirmar lo que el Espíritu Santo se había adelantado a hacer. Los apóstoles establecían presbíteros, organizaban y daban institución a una Iglesia iniciada por seglares.

En las cartas de San Pablo tenemos ejemplos admirables de apóstoles laicos, admirados, tan queridos y elogiados por Pablo. Los vemos en todas las cartas, pero el final de los Romanos es sumamente aleccionador.
Miremos a quiénes saluda:

Les recomiendo a Febe. Recíbanla en el Señor. Asístanla en todo lo que necesite, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo.
Saluden a Priscila y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús, que expusieron sus cabezas por salvarme, y saluden también a la iglesia que se reúne en su casa.
Saluden a María, que ha trabajado tanto por ustedes.
Saluden a Urbano, nuestro colaborador en Cristo.
Saluden a Trifena, Trifosa y Pérside, que tanto se fatigaron y trabajaron mucho en el Señor (Ro 16,1-12).

¿Nos damos cuenta? Todos eran laicos. Y tal vez más mujeres que hombres.

El mero hecho de ser cristianos los autorizaba a colaborar con los apóstoles, obispos y presbíteros, e incluso a tomar ellos iniciativas importantes para el desarrollo de la Iglesia.

Pablo, al buscar y aceptar colaboradores, les dictaba la razón que los debía estimular:

- Miren que son miembros del Cuerpo de Cristo. Y cada miembro debe trabajar “según su actividad propia, para el crecimiento y edificación en el amor” (Ef 4,16)

Comentando esta razón de San Pablo, les dice el Concilio a los seglares:

“El que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe considerarse como inútil para la iglesia y para sí mismo” (AA 2)
Pero, junto a la amenaza, el Concilio sabe animar:
“Insertos los seglares por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo y robustecidos por la confirmación, es el mismo Señor quien los destina al apostolado” (AA 3)

Aunque nos podemos preguntar: ¿Con qué auxilios cuenta el laico para el apostolado? ¿Qué gracia les da Dios?

Aquí vienen ahora los “carismas” del Espíritu Santo, el cual los reparte abundantes entre los laicos, hijos de la Iglesia, para que se entreguen a ella con generosidad, competencia, celo apostólico, y puedan hacer las maravillas que tantas veces nos toca contemplar.

El apóstol San Pablo es en esto el gran maestro. En las cartas a los Romanos (12,6-8), a los de Corinto (1ª, 12 y 14) y a los de Éfeso (4,11), enumera unas listas de carismas o dones del Espíritu Santo que nos dejan pasmados.
No todos los laicos valen para todos los apostolados, pero todos, hasta los más humildes, pueden ejercer ministerios valiosísimos. Pablo viene a decir a cada uno:

Tú, que sabes hablar, exhorta, predica, consuela. Haz de profeta.
Tú, que sabes instruir, trabaja como catequista.
Tú, doctor que dominas la doctrina del Señor, enseña con competencia.
Tú, que tienes tan buen corazón, dedícate a obras de misericordia con los necesitados.
Tú, tan diestro en oficios, sirve a la Iglesia en cosas materiales, a veces muy humildes.
Tú, inquieto siempre, propaga el Evangelio, habla, no te calles.
Tú, escritor y propagandista, difunde la Fe por “los medios”.
Tú, que eres líder por naturaleza, ponte al frente de los jóvenes inquietos y llévalos a todos al Señor.

Pablo puede seguir señalando con el dedo a cada uno y diciéndole lo que es capaz de hacer por el Señor en su Iglesia. Sus palabras son estimulantes:

“Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, los hemos de ejercitar en la medida de nuestra fe”

Entre las grandes gracias de Dios a su Iglesia en los tiempos modernos, resalta como ninguna la conciencia despertada en los laicos sobre su responsabilidad en el apostolado, conforme a la intuición de aquel Papa tan clarividente.

Sabemos lo que San Pablo hizo en Éfeso por medio de sus colaboradores -laicos en su inmensa mayoría-, con los cuales llenó del Evangelio toda la Provincia romana del Asia.
Y nos podemos preguntar: ¿Pensamos que los católicos seglares de hoy no pueden realizar maravillas semejantes?... Las pueden hacer, y las están haciendo.




Puedes encontrar todas las reflexiones anteriores de San Pablo en esta dirección.
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Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf






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La soledad compañera de la vida


La soledad compañera de la vida

Fuente: Catholic.net
Autor: Ma Esther De Ariño



La soledad es un sentimiento que nos llena el alma de un silencio frío y oscuro si no la sabemos encauzar. Hay rostros surcados de arrugas, de piel marchita, de labios sin frescura, de ojos empequeñecidos, turbios y apagados que nos hablan por si solos de la soledad. Si sus voces nos llegaran nos dirían de su cansancio, de su miedo, pero sobre todo de su soledad....

Pero no hace falta que seamos ancianos para que en la vida nos acompañe la soledad.

La soledad del sacerdote, aún los más jóvenes, con sus votos de obediencia, pobreza y castidad, pero a veces es más dura la soledad de su propio corazón, que aunque ayudado por la Gracia de Dios no deja de ser humano. Tienen que consolar a los seres que llegan hasta ellos con sus penas, con sus problemas pero su corazón no puede aferrarse a ninguna criatura de la tierra y a veces se sienten solos, muy solos, tan solo acompañados de una gran soledad

La soledad en la adolescencia, duele profundamente por nueva, por incomprensible...Los padres se están divorciando, se quiere a los dos, se necesita a los dos, pero para ellos parece que no existe ese ser que no acaba de comprender y que está muy solo. Ellos tienen sus pleitos, su mal humor. La mamá siempre llorando, el papá alzando la voz... para él nada... tal vez sientan hasta que haya nacido. Si se divorcian será un problema ¿Qué será de él?¡Qué gran soledad, qué amarga soledad!

Las monjas misioneras, los misioneros, lejos de sus seres queridos y en tierras extrañas.

Y la soledad en algunos matrimonios, esa soledad que ahoga, que asfixia...que como dice el poeta: "es más grande la soledad de dos en compañía". El hombre de grandes negocios, empresario importante, magnate en la sociedad que parece que lo tiene todo pero que en el fondo vive una gran soledad.

La soledad de las grandes luminarias siempre rodeadas de personas y siempre solas... Las esposas de los pilotos, de los marinos, de los médicos, saben de una gran soledad y ellos a su vez, en medio del cumplimiento del deber, también están solos. La soledad de las personas que han perdido al compañero o compañera de su vida, ese quedarse como partido en dos porque falta la otra mitad, ese no saber cómo vivir esas horas, ahora tan vacías, tan tristes, tan solas...

Si no convertimos esa soledad en compañía para otros seres quizá, más solos aún que nosotros mismos, si no llenamos ese vacío y esas horas con el fuego de nuestro amor para los que nos rodean y nos necesitan, esa soledad acabará por aniquilarnos, ahogándonos en el pozo de las más profunda depresión.

En realidad todos los seres humanos estamos solos. La soledad está en nuestras vidas pero hay que saber amarla. Si le tenemos miedo, si no la amamos y no aprendemos a vivir con ella, ella nos destruirá. Si le sabemos dar su verdadero sentido, ella nos enriquecerá y será la compañera perfecta para nuestro espíritu. Con ella podremos entrar en nuestra alma, con ella podremos hablar con nuestros más íntimos sentimientos.

Ella nos ayudará, ella, la soledad bien amada y deseada a veces, nos llevará al encuentro de nuestra propia identidad y luego al mejor conocimiento de Dios, que llenará nuestras vidas porque El es todo amor.





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¿Qué celebras tú el 14 de febrero?



¿Qué celebras tú el 14 de febrero?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC



El 14 de febrero se celebra el día del amor y la amistad. Lástima que una realidad tan hermosa se haya denigrado tanto. Porque hoy se llama amor a cosas sublimes y a cosas denigrantes. ¿Qué celebras tú el 14 de febrero?

Hay que rescatar el amor, ese valor maravilloso que existe en el mundo. Rescatar el verdadero amor en tantos noviazgos. Rescatar el auténtico amor en los esposos. Un amor que dure, que resista, que no se rompa con el paso del tiempo.

Y digo rescatar, porque se mezcla la perla con el barro, el egoísmo con el más puro amor. Y unos se quedan con el barro y otros se quedan con el amor. Por ello, hay que separar el oro del barro, hay que purificarlo. Porque el día que perdamos el amor, el día que no haya amor en la tierra, estaremos totalmente perdidos.

Todo depende de la fuente de ese amor, el corazón. Nadie da lo que no tiene. Si el corazón es limpio, si el corazón es puro, si el corazón está sano, el amor que de él proceda será auténtica perla, auténtico amor. Si el corazón está podrido, no podemos pedir que brote de él un amor auténtico sino puro egoísmo.

Preguntémonos: ¿Qué clase de amor es el que hay en nuestro corazón?

¿Dónde está el verdadero amor? Que me lleven allí, o me muero.




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El signo universal de la Cruz


El signo universal de la Cruz

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual LC


La Cruz es un signo clave para todos los cristianos y para tantos hombres y mujeres de buena voluntad. Es más que un signo, porque encierra un mensaje universal, perenne, necesario para los corazones.

“La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados” (Benedicto XVI, Lourdes, 14 de septiembre de 2008).

Por eso la Cruz se ha convertido en un símbolo imprescindible. Porque Cristo murió en una Cruz para ofrecer a todos, sin discriminaciones, su Amor, su misericordia, su perdón.

La Cruz nos dice que el amor es más fuerte que el mal, que es posible la salvación. Ese fue uno de los mensajes de las apariciones de Lourdes: la invitación de la Virgen María “a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación” (Benedicto XVI, Lourdes, 14 de septiembre de 2008).

En medio del debate suscitado por algunos que desean quitar cualquier cruz en los lugares públicos (escuelas, tribunales, parlamentos, despachos del gobierno), los creyentes necesitamos descubrir el verdadero significado de ese signo.

Tal vez Dios permite esa fobia, ese deseo de eliminar un signo universal, para sacudir nuestra rutina y para avivar nuestro corazón al contemplar a Jesús, el Inocente, clavado en un madero. Podremos, entonces, gritar y testimoniar, con nuestra vida y con nuestra esperanza, un mensaje que es para todos, que no debemos esconder en las sacristías ni en los hogares.

Vale la pena recordar, desde el dolor que produce ver a seres humanos insensibles ante el mensaje universal de la Cruz, estas palabras del Papa Benedicto XVI en su visita a Lourdes:

“Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros por amor a Cristo”.



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Una hostia con Cristo. Esto es la vida del cristiano

61. Una hostia con Cristo. Esto es la vida del cristiano

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano


El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

En las meditaciones de los lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.


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Antes de acudir a San Pablo, hoy vamos a llegarnos al Antiguo Testamento para ver lo que era el culto de los judíos, y que el mismo Pablo, judío tan riguroso, había practicado con fidelidad edificante.

El culto judío se fundamentaba, ante todo, en los sacrificios, los cuales, según la Biblia, eran innumerables. Lo prescribía el mismo Dios, que había ordenado por Moisés: “Nadie se presentará delante de mí con las manos vacías” (Ex 23,15)

Obedecía esta ley a la costumbre social de los pueblos orientales. El inferior lo hacía con el superior para demostrarle su reconocimiento: el pobre con el rico, el inferior con el superior, el ciudadano con el rey. Mostraban con ello respeto y sumisión, a la vez que lo empleaban para conseguir favores.

Pues bien, los sacrificios en Israel eran múltiples y continuos: para alabar a Dios, para darle gracias, para implorar su perdón, para pedirle favores. Se le podían ofrecer a Dios objetos de oro y plata, otros bienes materiales, y más comúnmente los frutos del campo. Pero se le ofrecían sobre todo animales domésticos en cantidades ingentes.

Dios aceptaba el sacrificio complacido, según esas expresiones bíblicas: “como perfume agradable”, “en olor de suavidad” y otras semejantes.

Ahora bien, llegó un momento en el que los sacrificios desaparecieron. ¿Cuándo?...

Para Israel, cuando fue destruido definitivamente el Templo de Jerusalén con su altar, y se extinguió además el sacerdocio levítico.

Para los cristianos, antes todavía. Cuando Jesucristo se ofreció Él mismo en sacrificio sobre el altar de la cruz, de una vez para siempre, y acabó con todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Jesucristo dejó únicamente para su Iglesia el único sacrificio del Calvario renovado, actualizado, hecho presente en la Eucaristía, la cual es el mismo e idéntico sacrificio de la Última Cena y de la Cruz.

¿A qué viene todo esto, que parece una lección de Biblia? Sólo a comentar una palabra de San Pablo. Desaparecieron los sacrificios del pueblo judío.

Pero no desapareció lo que es el UNICO sacrificio de la Iglesia: la Eucaristía, el mismo sacrificio de Jesús en el Calvario, al cual se añade, mejor dicho, con el cual se ofrece el sacrificio de cada cristiano que se entrega a Dios junto con Jesucristo.

A Dios le agradaban los sacrificios de Israel, ofrecidos con piedad, como dice el salmo:
“Tus sacrificios los tengo siempre delante de mis ojos” (Sal 48,8)

Pero esos sacrificios no iban a durar para siempre, como dijo el profeta cuando empezó a degradarse el culto:

“No me gusta ni me agrada la oblación que me traen. De levante hasta poniente es gran-de mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrecerán a mi Nombre sacrificios y oblaciones puras, pues santo es mi Nombre entre las naciones, dice Yahvé Dios de los ejércitos” (Ml 1,10-11)


Pablo tenía muy presente el sacrificio de Jesús en la Cruz y su renovación en la Eucarist-ía, y viene ahora con una palabra preciosa para todo cristiano:

“Les exhorto a que se ofrezcan ustedes mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; tal será su culto espiritual” (Ro 12,1)

Pero al decir Pablo “ofrézcanse ustedes mismos”, ¿a qué se refiere? A todos los actos de la vida, que quedan convertidos en “buenos, agradables, perfectos”.

Unido al sacrificio de Jesucristo, renovado en el altar, el cristiano tiene conciencia de que lo suyo es del mismo Jesucristo, que forma una sola oblación, y que es, por lo mismo, ese “sacrificio espiritual agradable a Dios” de que habla San Pablo.

San Pablo parece que alude a esto cuando escribe a los de Corinto aquellas palabras refe-ridas a la vida de cada día: “Echen fuera la levadura vieja, el fermento de todo pecado. Sean masa nueva, panes ázimos, completamente puros” (1Co 5,7)

¿Para qué pensar en otros sacrificios? El de la propia persona es el que interesa.
Aquellos sacrificios antiguos de la Biblia en tanto eran agradables a Dios en cuanto eran de animales puros, es decir, sin defectos que los hicieran poco presentables. A nadie se le ocurría ir al altar con un cordero cojo o un becerro con el cuerno roto. El sacerdote de la Ley lo hubiera rechazado sin más y lo hubiera tomado como una inju-ria a Dios.

Por eso Pablo, al hablar de la vida cristiana como sacrificio espiritual y agradable a Dios, lo primero que exige es una conducta sin tacha:

“Miren su vida anterior, y quiten de ella todo lo que signifique hombre viejo, que se co-rrompe con las malas pasiones…

“Que desaparezca de ustedes toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, impureza y codicia, que ni deben mencionarse entre ustedes”…

Y pide, por el contrario, el pan ázimo de una vida intachable:

“Al revés, revístanse del Hombre Nuevo, hecho de justicia y santidad, siendo amables con todos, compasivos, generosos…
“Y vivan como Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros como hostia y víctima de suave aroma” (Ef 4, 22-23, 31-32; 5,2-3)

Esto es para Pablo ser una hostia con Cristo.Ninguna maldad que empañe la jornada. Toda obra buena en el proceder de cada día.

¿En qué se convierte la vida entonces? ¿En triste?... Solamente un desaprensivo podría decirlo.
El Espíritu Santo, que ha santificado esa hostia del cristiano -igual que santifica el pan y el vino que se ponen en el altar-, hace que la vida sea amor, alegría, paz… (Gal 5,22)

En todo sacrificio había una víctima que quedaba destrozada. Pero, quemada sobre el altar, se convertía en aroma suave, que llegaba a hacer las delicias de todo un Dios… Como las hace el cristiano y la cristiana cuando con Jesucristo se consumen en el Altar…



Puedes encontrar todas las reflexiones anteriores de San Pablo en esta dirección.
Y en www.evangelicemos.net


Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf






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María Santísima y los “cireneos del alma”

María Santísima y los “cireneos del alma”

Fuente: Catholic.net
Autor: María Susana Ratero



Hoy llego hasta ti, Madre mía, agobiada por el peso de mi cruz. Los ojos de mi alma, nublados por el llanto, no alcanzan a ver caminos ni salidas.

Es como, si de repente, el sendero fuese cuesta arriba, escarpado el terreno y pesada la carga. Me he caído muchas veces, Madre, bajo el peso del dolor, la tristeza o la soledad. Y siempre vi tu mano extendida, para levantarme.

Pero esta vez… esta vez no veo, Madre… esta vez vengo a tus pies y ni siquiera sé que pedirte. Pero es grande la confianza en que tú sabes, mejor que yo, lo que necesita mi alma.

- Necesitas un cireneo, hija, un cireneo del alma…

El perfume de los jazmines que rodean tu imagen en la Parroquia, me inunda el alma.

- ¿Un cireneo, dices? Pero ¿Quién es? ¿Dónde lo encuentro?- y tu Corazón invita al mío a llegar, desde las Escrituras, a conocer a Simón de Cirene:
En ese momento, un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, volvía del campo; los soldados le obligaron a que llevara la cruz de Jesús Mc 15,21

Tus ojos, tristísimos, ven caminar a Jesús, sufriendo bajo el peso de la cruz, bajo el peso de mis pecados. Le consuelas con tu silencio, con tu entrega, pero tu corazón es un grito: “Padre mío, ¿Porqué le has abandonado?” En ese momento los soldados se detienen a la vista de Simón de Cirene, a quien la Iglesia se referirá más tarde como “el cireneo”, y le obligan a llevar la cruz de Jesús.

- Explícame Madre, lo que debo aprender del cireneo-te pregunto entregándote mi dolor, para que saques de él enseñanza y camino.
Volvemos a los jazmines perfumados de la Parroquia.

- Verás, hija- y te quedas cerca de las flores, que ya no están orgullosas de su aroma, porque el tuyo es infinitamente más bello- Cuando apareció ese hombre, camino del Calvario, sentí que era una respuesta a mis oraciones. Cuando él volvía del campo nunca imaginó que su retorno quedaría grabado en tantos corazones. Que su figura inspiraría luego muchas acciones generosas ¿Comprendes, hija?

- Algo, Madre, te pido la gracia de comprender mejor.

- El cireneo sigue, cada día, volviendo de su trabajo a su casa y encontrando a Jesús sufriente. En aquel día le obligaron a llevar la cruz, pero ahora ha comprendido que puede hacerlo voluntariamente.

- ¿Cómo es eso, Madrecita?

- Simón de Cirene te enseña que, cuando ayudas por obligación, sin estar muy convencida de tu acción, el dolor ajeno te es pesado de llevar. Avanzas lento y tienes tus dos manos ocupadas y no puedes extender una al hermano. Cuando devuelves la carga, el hermano siente un sabor amargo… Pero cuando eres cireneo por amor, cuando decides ayudar aunque sea un pequeño trecho, la carga es más liviana y te queda una mano libre para sostener al hermano, y avanzan juntos. Y cuando le devuelves su carga, ésta le resulta más liviana a tu hermano, porque el amor, hija, alivia las cargas y las deja perfumadas de dulces recuerdos.

- Entonces ¿Tú pides al Padre un cireneo para nosotros?

- A cada instante, hija, a cada instante. Y el Padre me deja escogerlos. Así, busco corazones generosos y los pongo en el camino de un hijo que sufre.

- ¡Claro, así nos alivias!

Pero se te pone triste la mirada y susurras:

- No siempre, hija, no siempre. Yo pongo un cireneo en el camino del que sufre, pero respeto su libertad. Cada “cireneo” que yo escojo es libre de aceptar o no. Todos mis hijos caminan en este “valle de lágrimas” con su mochila de soledad, tristeza, miseria… pero también, todos mis hijos fueron, alguna vez, invitados a ser cireneos.

Me quedo en silencio y mis lágrimas mojan el recuerdo de todas las veces que pasé de largo, que no quise, no pude o no supe ser cireneo.

- Te suplico, Madre, envíes muchos cireneos a aquellos hermanos para los cuales no tuve ni una sonrisa, ni una palabra, ni siquiera un mate para compartir…Y por tu gran Misericordia, mándame también uno a mi.

- Del dolor se aprende, hija. Pero dime ¿Crees que no te he mandado un cireneo?

Una señora enciende las luces que rodean tu imagen y siento que se me ilumina el alma:

- Dame tu mano, Madre, y ayúdame a ver los cireneos.

Y te vienes conmigo por el valle de mis recuerdos. Los cercanos y los lejanos. De tu mano veo gestos, miradas, palabras hechas racimo en bellas cartas…. “cireneos” que antes no vi. Siempre estuvieron allí, solo que yo, cegada por mi propia visión de la realidad, no supe verlos. Y se quedaron con las manos extendidas para ayudarme y me suavizaron el camino con su cariño, sus palabras, sus pequeños gestos, que ahora, a la distancia, veo en su real grandeza.

Ya es la hora de la Misa. Mi corazón se trepa hasta tu imagen y besa tus manos juntas y tus mejillas suaves. Me cubres con tu manto y el abrazo es infinito.

Para despedirte, dices:

- De todos los cireneos que viste en tu vida, no me has nombrado al más importante- y corres presurosa al Sagrario y abrazas a Jesús, que se desangra en esperas.

- ¡Madre! ¡Oh Madre!- Y me quedo sin palabras al descubrir que Jesús es el cireneo perfecto.
Si. Jesús estira sus brazos desde el Sagrario y me asegura: “Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón y sus almas encontrarán descanso” Mt 11,28-29.





NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna."





Preguntas o comentarios al autor María Susana Ratero.








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Los Judíos. Gloria, caída y esperanza del gran pueblo

60. Los Judíos. Gloria, caída y esperanza del gran pueblo

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano



El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

En las meditaciones de los lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.


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Esa Carta a los Romanos, que nos entusiasma, llega a convertirse en una tragedia dolorosa cuando exclama Pablo:

¡Los judíos! ¡Mis queridos hermanos los judíos! ¡Los hijos de mi pueblo que no aceptan a Jesús, al Cristo que Dios había prometido a nuestros padres!... No me importaría nada convertirme en un maldito a trueque de que ellos se salven. ¡Los judíos, mis queridos paisanos los judíos!...

Esto lo dice Pablo con el corazón deshecho al principio de los capítulos 9, 10 y 11 de la carta a los Romanos. Aunque al fin exclamará lleno de esperanza y con seguridad absoluta:

¡Dios no ha rechazado a su pueblo, que no ha tropezado para quedar caído por siempre!. ¡Su endurecimiento es sólo parcial, pues llegará un momento en que todo Israel será salvo!

Sabemos muy bien lo que es el pueblo judío. Un pueblo privilegiado. Un pueblo de grandes genios. Un pueblo de enorme influencia en el mundo de todos los tiempos.

Pero, por elogios que nosotros queramos tributar al pueblo judío, no lo haremos mejor que Pablo. Miremos lo que nos dice.
Son israelitas, linaje glorioso de Jacob, el fuerte que luchó con Dios…

Dios llama a Israel “mi hijo primogénito”, el pueblo predilecto… En el Arca manifestaba Dios su “gloria”, es decir, su presencia en medio del pueblo... Dios había pactado con Abraham, los patriarcas y con Moisés, “alianzas” perpetuas…

Tenían una Ley, Constitución del pueblo, que lo convertía en un Estado teocrático, con Dios como único Jefe…

Israel mantenía en el Templo un culto digno de Dios, frente a las aberraciones paganas…
La “Promesa” hecha por Dios a Abraham era un privilegio único: por el pueblo judío vendría la salvación a todo el mundo…
Promesa mantenida después a Isaac, Jacob y David… Los padres del pueblo, los que llamamos Patriarcas, constituían una gloria muy grande.

Pero, claro está, la gloria suprema, inigualable, única, del pueblo judío es Cristo Jesús, el Mesías, el Salvador, el Rey inmortal de los siglos. Jesús, el Hijo de Dios, se hace Hombre al tomar su carne en el seno virginal de una Mujer judía.
Y ese Hombre judío que es Jesús, hace exclamar a Pablo con entusiasmo inusitado:
“De ellos, de los judíos, procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, y es Dios bendito por los siglos. Amén”.

Aquí tenemos el espléndido palmarés de las gloria de los judíos descrito por Pablo, orgulloso de su pueblo (Ro 9,1-5)

En el plan de Dios, el pueblo judío, Israel, era el primer destinatario de la salvación prometida. Pero, ¿qué ocurrió al venir Jesús?...

Había en el pueblo una buena parte sencilla, creyente de verdad, llamados “los pobres de Yahvé”, que esperaban con puro corazón la salvación de Dios.

Pero había otra parte, que era la de los dirigentes, con muy mala disposición.

Los sumos sacerdotes apegados a sus privilegios.

Los politiqueros herodianos aliados de Roma.

Los del partido saduceo, materialistas y poco creyentes.

Los escribas o letrados que habían recargado la Ley con prescripciones insoportables.

Entre los fariseos, aunque había muchos buenos y fieles a Dios, la mayoría, junto con los escribas, habían llevado su fanatismo a extremos que hacían imposible la guarda de la Ley.

Además, por una falsa apreciación de las Sagradas Escrituras, pensaban todos en un Mesías sociopolítico, que sujetaría las naciones bajo el mando de Israel.

Jesús, con su predicación y actitud, fue rechazado por los dirigentes del pueblo y entregado a la autoridad romana para terminar en la cruz.
A Jesús le dolía tanto la obstinación de los jefes del pueblo, que lloró sobre Jerusalén, al prever la catástrofe que le venía encima por no reconocerlo como su Cristo (Lc 19,41-44; Mt 23, 37-39)

Jesús, con su doctrina, con sus milagros, con su amor, hizo hasta los imposibles para ganarse a Jerusalén, pero no hubo manera, de modo que dijo al llorar sobre la ciudad:
“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a los pollos bajo sus alas, y no has querido!”…

Sin embargo, a pesar de la obstinación de los dirigentes, Dios seguía fiel a su promesa. Jesús fue el primero en decir que esa promesa se mantenía firme y que un día los judíos le reconocerán como el Cristo de Dios:

“No me verán hasta que digan: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.

Predicado Jesús por los apóstoles, testigos del Resucitado, los dirigentes siguieron negando a Jesús y arrastraron al pueblo a la incredulidad. Pero permanecía fiel una parte del pueblo, llamada por la Biblia “El Resto”, el grupo de creyentes que formaron la primitiva Iglesia.

¿Qué nos dice ahora Pablo?
Ante todo, que Dios no ha abandonado a su pueblo (11, 1-32) Y Pablo nos lo dice con palabras vigorosas:

“¿Ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! Y la prueba la tienen en que yo soy israelita, del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín. ¡Dios no ha rechazado a su pueblo!... Los judíos han caído, pero no para siempre… ¡Hay que ver lo que serán cuando entren de lleno!... En cuanto al Evangelio, ahora se muestran enemigos; pero son muy amados de Dios como elegidos suyos. Porque los dones y la elección de Dios son irrevocables”

Al rechazar los judíos la Buena Nueva, el Evangelio pasó a los pueblos gentiles; pero un día reconocerá Israel en Jesús a su Mesías, al Cristo, y se le entregará con verdadera pasión.

Pablo usa una bella comparación campesina.
Israel era el árbol hermoso plantado en el mundo por Dios. Cayeron muchas ramas que se secaron, y entonces se injertaron unas nuevas que eran los paganos. Pero el tronco, judío, no se secó.
La raíz sigue viva, y un día llegará a vigorizar toda la planta. Y entonces, ¡qué árbol tan frondoso y bello será la Iglesia entera, formada por el pueblo judío, el primer elegido, y por todos los demás pueblos de la Tierra!

Dios tiene trazado su proyecto, sabio y lleno de amor, al que nosotros aportamos humildemente nuestra oración, que siempre es escuchada.

Ante estas realidades, ¡qué insensato resulta el antisemitismo de todos los tiempos!

¡Mientras que es tan bello y consolador el soñar en el abrazo que Israel recibirá de todas las gentes redimidas por Jesús!

Entonces el mundo reconocerá y agradecerá al pueblo judío -y se lo agradecemos también ahora-, el habernos dado a Jesucristo, nuestro adorado Redentor…




Puedes encontrar todas las reflexiones anteriores de San Pablo en esta dirección.
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Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf









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